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martes, 20 de diciembre de 2011

Derecho Natural y Ciencia Jurídica



DERECHO NATURAL Y CIENCIA JURÍDICA
Consideraciones sobre la ciencia del derecho como ciencia práctica[1]

1. ¿Es posible hablar de “ciencia jurídica” en el iusnaturalismo?
Ha sido casi un tópico de la Edad Contemporánea el arrojar anatemas contra la denominada “ciencia del derecho” o “ciencia jurídica”, y en especial contra la que se califica de “ciencia dogmática del derecho”; en efecto, además de la decimonónica y remanida impugnación de von Kirchmann[2], en el siglo XX autores tan disímiles como Claude Lévi-Strauss y Hans Albert han dedicado varias páginas a cuestionar el valor epistémico del saber de los juristas, negándole carácter objetivo, científico y hasta racional. El primero de esto últimos autores, Lévi-Strauss, en un trabajo publicado con el título de “Criterios científicos en las disciplinas sociales y humanas”[3], sostiene que, en el ámbito de estas ciencias, hay “que reconocer que entre éstas y las ciencias exactas y naturales no se podría establecer ninguna verdadera paridad: estas últimas son ciencias y las primeras no lo son. Si se las designa de todos modos con el mismo término – concluye – es sólo en virtud de una ficción semántica y de una esperanza filosófica que todavía no ha encontrado confirmación”. Y refiriéndose específicamente a la ciencia jurídica, afirma que los juristas “tratan un sistema artificial como si fuera real, y para describirlo parten del postulado de que sería imposible que encerrara contradicciones. Se los ha comparado muchas veces – concluye - con los teólogos”, por su actitud de sometimiento acrítico al derecho establecido en una cultura o sociedad determinadas[4].
Por su parte, Hans Albert, en su libro Razón crítica y práctica social, sostiene que, “dado que la jurisprudencia es ya, desde sus orígenes, una ciencia orientada en gran medida a la praxis, para ella una teoría de la ciencia, que se orienta por el mero interés cognitivo, evidentemente apenas si puede tener importancia alguna”[5]; y más adelante reniega de la “curiosa idea de una comprensión cognitiva de normas que se deba expresar en enunciados normativos”[6] y propone, en sustitución de la dogmática y luego de desechar la pretensión de un conocimiento jurídico hermenéutico por su ausencia de carácter crítico, “una tecnología (jurídica, CIMC) teóricamente fundamentada, también desde el punto de vista del apoyo a la praxis”[7], de carácter primordialmente sociológico y construida según los cánones de las ciencias empíricas[8].
Ahora bien, antes de pasar a la valoración de estas impugnaciones de la índole propiamente científica del saber de los juristas, así como de algunos de los intentos de superarlas o desarticularlas, conviene dejar establecido ante todo que esos cuestionamientos no se dirigen indistintamente a todas las formas que puede adquirir el saber jurídico[9], sino primordialmente a una de sus particulares concreciones históricas: la que corresponde a la llamada “ciencia dogmática” del derecho. Esta especial configuración del conocimiento jurídico surgió a comienzos del siglo XIX, como proyección, en el ámbito del método jurídico, del ideal científico del positivismo jurídico naciente, y se caracteriza por la aceptación única – o univocista - del concepto moderno de ciencia, la historificación del objeto del saber jurídico, reducido al derecho positivo vigente, el abandono de la teoría del derecho natural y la afirmación de ese saber jurídico como esencialmente descriptivo y presidido por una actitud axiológicamente neutral[10]. En este sentido, Antonio Hernández Gil sostiene que “el positivismo, y en su consecuencia la dogmática, vino a corregir el anterior ‘dogma’ de un derecho racional universalmente necesario y válido. Dogmatismo quiere decir pues, sometimiento riguroso del jurista a lo establecido como derecho positivo e imposibilidad de introducir valoraciones o correcciones en la esfera de la aplicación judicial y de la investigación científica”[11].
Este modelo o paradigma “dogmático” del saber jurídico es entonces el blanco principal de los anatemas dirigidos contra el saber de los juristas, y con cierta razón, ya que, hasta hace relativamente pocos años, la dogmática se había constituido en el tipo ejemplar del conocimiento jurídico doctrinario. Pero en los últimos años, y a raíz principalmente de la crisis del positivismo jurídico y de sus consecuencias dogmáticas, han surgido ensayos, ya sea de perfeccionar el modelo, como es el caso de las propuestas analíticas, ya sea de sustituirlo por otro, como lo promueven ciertas versiones de la filosofía hermenéutica. En lo que sigue, se analizarán sucintamente estos ensayos, sometiéndolos a la necesaria valoración racional, para pasar luego a estudiar la respuesta que propone, a la problemática del conocimiento jurídico general, la alternativa más claramente opuesta a la positivista: la que corresponde a la tradición de la filosofía práctica o del iusnaturalismo clásico. En este último punto, se buscará dar respuesta a la vexata quaestio acerca de la posibilidad y alcance de una concepción de la ciencia jurídica dentro de los parámetros de la doctrina clásica del derecho natural.

2. Las propuestas de la epistemología jurídica analítica
La propuesta analítica se ha estructurado principalmente a partir de la renovación del positivismo jurídico llevada a cabo por Herbert Hart en su obra El concepto de derecho[12], de enorme influencia en todo el iuspositivismo del último tercio del siglo XX. Esta propuesta ha tenido - y tiene - numerosos representantes, agrupados en varias corrientes y direcciones de pensamiento. En esta oportunidad, se limitará el tratamiento a las contribuciones de tres autores, en razón principalmente de su repercusión en los ámbitos académicos; ellos son Carlos Alchourrón, Eugenio Bulygin y Norberto Bobbio. Los dos primeros autores efectúan su propuesta en su libro Introducción a la Metodología de las Ciencias Jurídicas y Sociales, en el que afirman clara y explícitamente que “La tesis (sostenida por ellos, CIMC) es que muchos problemas tradicionales de la ciencia jurídica pueden reconstruirse como cuestiones referentes a la sistematización de los enunciados de derecho. Problemas empíricos relativos a la identificación de aquellos enunciados de derecho que pueden constituir la base del sistema (el problema de la validez), han de distinguirse claramente de las cuestiones referentes a la organización de tales enunciados en un sistema. Estas últimas plantean problemas de índole conceptual (lógica). Las ideas de completitud, coherencia e independencia, desempeñan aquí un papel muy importante”[13]. Ahora bien, estos autores reconocen que los juristas, de hecho, efectúan otras tareas además de la de sistematizar el orden jurídico-normativo positivo, como las de determinar sus enunciados de base, eliminar sus posibles contradicciones y extenderlo a otros casos relevantes, pero consideran que esas otras tareas, en la medida en que incluyen valoraciones, decisiones y elección de contenidos normativos, no pertenecen estrictamente a la ciencia jurídica, meramente cognoscitiva y axiológicamente neutral, sino al ámbito irracional de las emociones, pasiones o sentimientos.
Y más adelante sostienen que “Los filósofos del derecho parecen estar de acuerdo en que la tarea o, por lo menos, la más importante tarea de la ciencia jurídica consiste en la descripción del derecho positivo y su presentación en forma ordenada y “sistemática”, mediante lo cual se tiende a facilitar el conocimiento del derecho y su manejo por parte de los individuos sometidos al orden jurídico y, en especial, por quienes deben hacerlo por razones profesionales”. Esta descripción del derecho – afirman – “no consiste en la mera trascripción de las leyes y de las otras normas jurídicas, sino que comprende, además, la operación que los juristas denominan vagamente “interpretación” y que consiste, fundamentalmente, en la determinación de las consecuencias que se derivan de tales normas (…). Y esto, en nuestra terminología, no es otra cosa que la construcción de un sistema deductivo axiomático, que adopta dichos enunciados como axiomas”[14]. Por lo tanto, la tarea del jurista quedaría reducida, en esta perspectiva, a la de construcción o reconstrucción de un sistema normativo que habrá de tener como enunciados de base a las normas jurídico-positivas de una determinada comunidad.
El segundo de los intentos de superación, en clave analítica, de la dogmática decimonónica, es el elaborado por Norberto Bobbio[15], que ha sido continuado por sus numerosos seguidores, pertenecientes la denominada Escuela Analítica Italiana[16]. Bobbio es uno de los iusfilósofos más prolíficos – si no el más prolífico - del siglo XX y por lo tanto es imposible remitirse a todos los lugares en los que desarrolló su teoría de la ciencia jurídica; por ello, aquí se limitará el análisis a las afirmaciones realizadas en su Contribución a la Teoría del Derecho[17], en especial en el capítulo séptimo, denominado “Ciencia del derecho y análisis del lenguaje”[18].
En ese capítulo, Bobbio se plantea el problema de “la cientificidad de la jurisprudencia”, sosteniendo que los intentos tradicionales de dar solución a ese problema abocan necesariamente a la “duplicación del saber en la esfera de la experiencia jurídica: abierto en un determinado período histórico un contraste –que parece irreductible- entre la concepción de la ciencia y la práctica del jurista, se va desarrollando por un lado una jurisprudencia que no es ciencia y por otro lado una ciencia que en sí misma no tiene ya nada que ver con la jurisprudencia (y con la que los juristas generalmente no saben qué hacer)”[19]. Dicho en otras palabras, para el iusfilósofo italiano, al plantearse el dilema consistente en que el saber de los juristas, tal como éstos lo practican de hecho, no cumple los requisitos exigidos comúnmente para considerar que se está frente a una ciencia estricta, se ha buscado la solución escapista de elaborar una ciencia jurídica paralela al saber real de los juristas, que reúne todos los requisitos exigidos para la cientificidad, pero que no tiene nada que ver con – ni tiene utilidad para - la labor real de los operadores del derecho.
Según Bobbio, esta seudo solución al problema adquirió históricamente dos formas principales, cada una de ellas paralela a las diferentes concepciones de la ciencia predominantes en el período correspondiente. La primera de estas formas es la propuesta por la Escuela Moderna del Derecho Natural, que este autor identifica lisa y llanamente con todo el iusnaturalismo, según la cual al lado – y sobre – el conocimiento empírico e inorgánico de los juristas prácticos, se elevaba la doctrina del derecho natural, construida según los cánones científicos aceptados en los siglos XVII y XVIII, es decir según el modelo deductivo de las matemáticas. “Y de ahí – escribe Bobbio – salió el vasto y complejo movimiento del derecho natural, que representó, reducido a su sustancia, la extensión de la concepción racionalista de la ciencia al campo de las leyes humanas (…). El derecho natural – concluye - constituyó la ‘verdadera’ ciencia del derecho, ese saber definitivo de las leyes humanas que de ningún modo podía estar constituido (…) por la jurisprudencia”[20].
Pero, siempre según Bobbio, este fenómeno de la duplicación del saber se repitió en el siglo XIX, cuando la concepción positivista sustituyó el ideal científico de las matemáticas por el de las ciencias experimentales. Para esta última concepción, “lo que no es reductible a hecho, a acontecimiento verificable, no entra en el sistema de la ciencia; y como la ciencia, para un positivista, es la única forma posible de conocimiento, no es ni siquiera cognoscible”[21]. Conforme a ello, se constituyó una ciencia empírica del derecho, reducida al estudio sistemático de los hechos jurídicos como hechos sociales, es decir, limitada a una sociología jurídica empírica. “Cae de su peso – escribe Bobbio – que la ciencia de un derecho entendido como hecho psíquico o social era una ciencia de hechos al igual que todas las ciencias consagradas por la concepción imperante: era una verdadera ciencia. Pero también en este caso – concluye – (…) el contraste entre ciencia y jurisprudencia, en vez de resolverse, se reconocía abierta y conscientemente, y terminaba haciéndose incurable”[22]. La jurisprudencia quedaba entonces reducida a la denominada dogmática, la cual, por su mismo carácter dogmático, quedaba necesariamente excluida del ámbito del conocimiento científico.
Hoy en día, sostiene Bobbio más adelante, las cosas han cambiado; en efecto, la concepción actual (es decir, de 1979) de la ciencia[23], ya no es la positivista decimonónica sino la del neopositivismo lógico, en la cual “el acento ha pasado de la verdad al rigor, o mejor, incluso la verdad ha sido entendida en términos de rigor. La cientificidad de un discurso no consiste en la verdad, es decir, en la correspondencia de la enunciación con una realidad objetiva, sino en el rigor de su lenguaje, es decir, en la coherencia de un enunciado con todos los demás enunciados que forman un sistema con aquél (…); una ciencia – concluye Bobbio – se presenta como un sistema cerrado y coherente de proposiciones definidas”[24]. Pero lo más importante, según el iusfilósofo italiano, es que este concepto de ciencia puede aplicarse consistentemente al saber de los juristas, de modo tal que le sea posible alcanzar la categoría científica, sin dejar por ello de cumplir las funciones que tradicionalmente se atribuyen a la denominada jurisprudencia.
Ahora bien, para efectuar esta aplicación al saber de los juristas del concepto neopositivista de ciencia, hay que establecer, como punto de partida, que el objeto o materia del saber jurídico radica exclusivamente en el conjunto de reglas positivas de un ordenamiento jurídico determinado; “hay que mantener firme – afirma Bobbio – aquella consideración del objeto en base a la cual no hay jurisprudencia fuera de la regla y de lo regulado y todo lo que está antes de la regla (sea el fundamento o el origen) no pertenece al estudio del jurista”[25]. A este objeto precisamente determinado es al que debe aplicarse el nuevo concepto de ciencia, que incluye dos partes: una, constituida por el estudio o descripción de los hechos de la experiencia, y otra, denominada crítica, que consiste en la construcción de un lenguaje riguroso, sólo a través del cual el estudio adquiere el valor de ciencia. “La jurisprudencia, en cambio, – escribe el pensador italiano – en cuanto que pone como objeto propio proposiciones normativas ya dadas (…), consta exclusivamente de la parte crítica propia de todo sistema científico, es decir, de la construcción de un lenguaje riguroso a los fines de la plena comunicabilidad de las experiencias fijadas de antemano. La parte crítica común e indispensable de toda ciencia – concluye – es el llamado análisis del lenguaje”[26].
Cabe precisar que, según Bobbio, este análisis debe desarrollarse en tres fases: de purificación, de integración y de sistematización del lenguaje de las leyes o del legislador. La primera fase de purificación resulta necesaria en razón de que el lenguaje del legislador no es necesariamente riguroso, sino generalmente vago o ambiguo, y por ello el análisis del jurista debe comenzar por la determinación del significado de las palabras o enunciados que forman parte de su objeto de estudio, significado que se establece cuando están determinadas las reglas que fijan el uso de cada palabra. “Por lo tanto – escribe Bobbio – un concepto no es más o menos verdadero, sino más o menos utilizable según el mayor o menor rigor usado en el establecimiento de las reglas de su uso. Y de este modo – concluye – hemos agarrado al vuelo el paso de la concepción de la ciencia como aprensión de verdades a la concepción de la ciencia como sistematización rigurosa de conceptos con fines prácticos”[27]. Para este autor, este procedimiento de establecer el significado de las palabras y enunciados a través de las reglas de su uso es todo lo que constituye la denominada “interpretación del derecho”[28].
La segunda fase del análisis del lenguaje consiste en la integración del lenguaje del legislador; en efecto, este lenguaje no sólo no es riguroso, sino que también es incompleto, ya que el legislador no saca habitualmente “de las proposiciones normativas expresadas todas las consecuencias normativas que son recabables de ellas mediante la pura y simple combinación de las proposiciones en base a las reglas de transformación admitidas como lícitas”[29]. Es necesario por lo tanto completar ese lenguaje, tarea que ha de llevarse a cabo en dos direcciones: (i) reconduciendo una determinada proposición al sistema normativo mediante las reglas de transformación que el mismo sistema considera lícitas; y (ii) excluyendo del sistema las proposiciones que no son deducibles.
La tercera y última fase del análisis lingüístico radica en la sistematización, que consiste en la ordenación sistemática del material normativo, que generalmente se encuentra disperso y estructurado según diversas estratificaciones históricas. Esta tarea debe esta presidida sólo por la lógica, y no dejarse “guiar por más reglas que las del lenguaje a examen, llegando así a la elaboración de una lengua coherente y unitaria que elimine lo más posible (…) los ribetes de la incomprensión”[30]. De este modo, Bobbio considera que el jurista, llevando a cabo esta tarea de análisis en tres fases, hace ciencia en el sentido propio de la palabra, sin evadirse hacia ámbitos ajenos a los de su saber más específico. “Todo aquel rigor –concluye, refiriéndose al iusnaturalismo moderno – que habían empleado para construir un derecho ideal, estará mejor empleado en construir el sistema de derecho vigente”[31].

3. Valoración de las propuestas analíticas
Hasta aquí se han desarrollado dos de las concepciones denominadas “analíticas” de la ciencia del derecho; corresponde ahora someterlas a una valoración racional, aunque más no sea de un modo somero, antes de desarrollar una propuesta capaz de superar la aporía que plantea la cientificidad de la jurisprudencia. La primera de las consideraciones que conviene hacer respecto a la sistemática de los autores analizados, dejando por el momento de lado los cuestionamientos de principio que pueden hacerse al no cognitivismo ético en general y al emotivismo en particular[32], es que su propuesta de una ciencia reducida casi exclusivamente a la sistematización de un ordenamiento jurídico positivo, hace que la tarea del científico del derecho resulte alarmantemente trivial y, sobre todo, de muy escaso valor práctico para la vida jurídica concreta. Ha escrito a este respecto Carlos Nino que el “desarrollo de Alchourrón y Bulygin, que resulta tan fructífero para esclarecer una multitud de problemas diferentes al que aquí consideramos, no consigue, sin embargo, producir un modelo de ciencia jurídica que preserve la importancia de la actividad que los juristas llevan a cabo. Esto no se debe – continúa – a algún defecto de ejecución en la construcción de ese modelo, sino en su adhesión a ciertos presupuestos, compartidos por Kelsen y Ross, que implican una cierta tensión que considero irresoluble entre exigencias diferentes: por un lado, la exigencia de que la actividad que se reconstruye preserve algunas de las funciones que hacen que la labor de los juristas sea una actividad intelectual sofisticada y trascendente socialmente. Por el otro, que esta actividad satisfaga los cánones aceptados de “cientificidad”, constituyendo una tarea de índole cognoscitiva y valorativamente neutral”[33]. Para Nino, la tensión entre estas dos exigencias es irresoluble en razón de que “la actividad que los juristas desarrollan frente al derecho positivo es una actividad intelectualmente compleja y socialmente importante, no por sus aspectos cognoscitivos, sino por su función eminentemente valorativa de proponer formas de reconstruir el derecho positivo de tal modo de satisfacer ideales de justicia y racionalidad”[34]. En resumen, si se pretende que la actividad de los juristas satisfaga los estrictos cánones de la cientificidad empiriológica o formal, el resultado de esa actividad es tan restringido y modesto que no sólo puede ponerse en duda la oportunidad de calificarla de científica, sino que pierde toda su relevancia social y su inexcusable función de colaboración en la formación del derecho. Está claro que un jurista que se dedique sólo a sustituir palabras equívocas y análogas por otras unívocas y a suprimir las antinomias del sistema normativo, no se destacará jamás como un jurisconsulto de nota, ni pasará a la historia de la jurisprudencia por su originalidad; y, además, habrá abdicado de la tarea de contribuir a la concreción de la justicia en la sociedad
En realidad, este resultado desalentador de los intentos de aplicación de las propuestas analíticas al saber de los juristas se debe principalmente a su indudable pretensión de mantener un ideal de neutralidad valorativa[35], reduciendo la labor de los juristas a la purificación del lenguaje y a la reconstrucción lógica del sistema jurídico positivo de modo tal de que no incluya antinomias, incoherencias o lagunas. Pero sucede que, como afirma Karl Larenz, “una dogmática (entendida genéricamente como ciencia del derecho, CIMC) que se contentara con la formación de tales conceptos y con la explicación de relaciones lógicas, podría aportar a la solución de los problemas jurídicos tanto como nada”[36]; porque, continúa Larenz, “el reverso de este dogma (de un pensamiento libre de valoraciones, CIMC) es una peculiar resignación respecto a la posibilidad de obtener conocimientos en el amplio campo en que se trata del valor o disvalor de los modos de comportamiento humano, de las metas, de los fines, de las creaciones humanas (…), del recto uso de los medios y fuerzas que están a disposición del hombre”; y concluye postulando la necesidad de retornar a un “pensamiento orientado a valores, cuyo destierro de la ciencia habría de significar no otra cosa que una declaración de bancarrota de la razón humana de cara a la mayor parte de los problemas de la vida humana. La jurisprudencia – finaliza – no tiene ninguna razón para suscribir una tal declaración de bancarrota”[37].
En realidad, esta declaración de bancarrota de la razón en el campo de la praxis humana a la que conducen inexorablemente las propuestas analíticas, tiene como fundamento último la asunción de un punto de partida no-cognitivista o escéptico en materias prácticas, según el cual los bienes, valoraciones y perfecciones humanas no son susceptibles de ningún conocimiento racional, sino que son, a lo sumo, objeto de meras emociones o sentimientos[38]. Pero sucede que, desde este punto de vista, no resulta posible aducir razones de ningún tipo en favor de una finalidad o de un sentido determinados, por lo que todo debate, toda argumentación y toda justificación en el campo de la praxis se transforman en un simple desatino[39]. En definitiva, desde la perspectiva estudiada, cualquier tipo de saber jurídico que trascienda de la sistematización lógica de los enunciados normativos, tal como lo hace toda obra jurídica que merezca ser leída, quedaría deslegitimada desde la base en cuanto científica[40]; dicho en otras palabras, todo el saber jurídico tal como se practica efectivamente en la vida del derecho, quedaría reducido a una mera opinión, a un conglomerado de palabras vacías de significado más o menos riguroso para el conocimiento del derecho.
En definitiva, en los autores estudiados se está en presencia, más allá de las innegables contribuciones efectuadas en el ámbito de la lógica deóntica y de la lógica jurídica en general, de un innegable reductivismo que, a partir de un prejuicio escéptico y consecuentemente irracionalista en materias éticas, termina por constreñir el saber acerca del derecho a sus meras dimensiones lógicas o semánticas, dejando de lado todos aquellos aspectos valorativos capaces de otorgar contenido en interés jurídico al conocimiento de los juristas acerca del derecho. Se produce entonces la paradoja de que cuanto más pretenden los juristas ajustar su cometido a aquellas exigencias de “cientificidad” que han tomado prestadas de las ciencias positivas o formales, menos se considera a su actividad como seria, rigurosa y socialmente relevante[41]. Frente a este resultado, se plantea de inmediato la pregunta acerca de si no será casualmente el hecho de pedir prestados los cánones de cientificidad a otros sectores del saber la causa de ese resultado desalentador y poco relevante. Pero antes de intentar una respuesta sistemática a esa cuestión, se analizará brevemente un conjunto de ensayos contemporáneos de superar, a la vez, el positivismo dogmático y el intento analítico de resolver sus aporías “desde dentro”, es decir, desde un punto de partida similar al ensayado desde la segunda mitad del siglo XIX por los defensores de la dogmática jurídica. Se trata de las propuestas elaboradas sobre la base de la filosofía hermenéutica de cuño gadameriano.



4. Los ensayos hermenéuticos: (I) Larenz y Kauffmann
Los más sugerentes ensayos contemporáneos de superar las aporías que plantean las concepciones dogmáticas y analíticas de la ciencia jurídica son los elaborados por algunos autores, principalmente italianos y alemanes, a partir de las ideas desarrolladas por Hans Georg Gadamer, en especial en su obra central, Verdad y Método[42]. Uno de estos ensayos, quizá el más difundido, en es presentado por Karl Larenz quien, luego de unos comienzos claramente hegelianos, adhirió a la propuesta gadameriana y sostuvo la conveniencia de pensar a la ciencia jurídica – a la que denomina Jurisprudencia – dentro de los cánones de la filosofía hermenéutica, es decir, entendida como eminentemente interpretativa y valorativa. “Por “Hermenéutica” entiendo yo aquí – escribe Larenz – la doctrina sobre las condiciones de posibilidad y del especial modo del “comprender en sentido estricto”, es decir, de comprender lo que tiene sentido en cuanto tal, en contraposición al “explicar” objetos sin atención a la referencia al sentido. Si en la Metodología jurídica se trata del especial modo de comprender referencias de sentido jurídicas, la Hermenéutica general, en el sentido señalado, constituye, a su vez, también la base de la metodología jurídica”[43]. Y refiriéndose a la Jurisprudencia como “ciencia comprensiva”, afirma que “en la Jurisprudencia se trata, además de la comprensión de las expresiones lingüísticas, del sentido normativo que les corresponde (…). Siendo éste el caso, el sentido tenido en cuanta, o bien el sentido “pertinente”, se convierte en objeto de una reflexión y, con ello, de una “interpretación”. “Interpretar” es un hacer mediador por el que el intérprete comprende el sentido de un texto que se le ha convertido en problemático (…). Interpretar un texto – concluye – quiere decir, por lo tanto, decidirse por una entre muchas posibles interpretaciones, que hacen aparecer precisamente a ésta como la aquí ‘pertinente’”[44].
Luego de estas afirmaciones, Larenz precisa que “la jurisprudencia es justamente por ello una ciencia, (…) porque problematiza en principio los textos jurídicos, es decir, los interroga en relación con las diferentes posibilidades de interpretación”[45]. Este carácter interpretativo de la ciencia jurídica conduce – según Larenz – a que su metodología propia se desarrolle según el “circulo” o “espiral” hermenéutico, que parte de una precomprensión, “prejuicio” o conjetura de sentido, que es luego rectificada por el análisis del texto, constituyéndose una nueva conjetura o “prejuicio” desde el cual habrá de volverse al texto y así sucesivamente. Ahora bien, continúa este autor, “la precomprensión, de que el jurista precisa, no sólo se refiere a la “cosa derecho”, así como al lenguaje en el que se habla de ésta y a la conexión traditiva en que se hallan siempre los textos jurídicos, (…) sino también a los contextos sociales, a las situaciones de intereses y a las estructuras de las relaciones de vida a que se refieren las normas jurídicas.
Y finalmente, Larenz destaca que “‘comprender’ una norma jurídica exige descubrir la valoración en ella decretada y su alcance. La aplicación de la norma exige valorar el caso enjuiciable conforme a ella; expresado de otro modo: mostrar en su sentido la valoración contenida en la norma al enjuiciar el caso”. De allí Larenz infiere correctamente que si el pensamiento orientado a valores es indispensable en el campo de la llamada ‘aplicación del derecho’, en la medida en que la denominada Jurisprudencia también se ordena, aunque no lo haga de modo inmediato, a la conformación valiosa de la praxis jurídica[46], y supone asimismo el peso decisivo de puntos de vista teleológicos y de principios jurídicos, debe recoger también una innegable dimensión valorativa e interpretativa en su trabajo “científico” con el derecho vigente[47].
En un sentido similar el penalista y iusfilósofo alemán Arthur Kauffmann, en un sugerente trabajo publicado con el título de “En torno al conocimiento científico del derecho”[48], comienza por sostener que “interpretar significa ir más allá de lo estatuido positivamente, reflexionando según criterios de rectitud que no se pueden extraer del propio derecho positivo. Toda interpretación – continúa – que se haga del derecho positivo significa formarse una idea sobre una parte del derecho justo”. Y más adelante – en oposición a lo defendido por el racionalismo crítico de Popper y su discípulo Albert – afirma que “por importante y valioso que sea el método de falsación en la ciencia, es imposible darse por satisfecho con él. (…) La ciencia práctica tiene por cometido, no solamente desautorizar, sino también fundamentar y, en consecuencia, argumentar en sentido positivo”[49].
Para Kauffmann, esta ciencia jurídica práctica no debe refugiarse en procedimientos de mera subsunción, sino abrirse a operaciones de retórica y argumentación y, además, superar el rígido esquema sujeto-objeto propio de la concepción moderna de las ciencias, y asumir que el conocer interpretativo supone también un entenderse a sí mismo del sujeto interpretante[50]. “Mirado así – escribe el jurista alemán – el derecho, a diferencia de la ley, no es un dato o un estado de cosas, sino un acto; y no puede, en consecuencia, aparecer como un ‘objeto’ independiente del ‘sujeto’ que conoce. Así, el derecho concreto es más que nada el producto de un proceso en que va manifestándose y tomando cuerpo un significado. Es imposible, por tanto, - continúa – que se dé un ‘derecho justo’ completamente al margen del proceso intelectual indagatorio”; para concluir que “la aplicación del derecho, en el sentido amplio de la expresión, es una parte de la Ciencia Jurídica: esa parte que consiste en el esfuerzo por conocer lo que es derecho justo”[51], con lo que reafirma el carácter eminentemente práctico y valorativo que ha de revestir la ciencia jurídica en clave hermenéutica[52].

5. Los ensayos hermenéuticos: (II) Viola y Zaccaria
Finalmente, corresponde indagar, aunque sea brevemente, el ensayo de conceptualización hermenéutica de la ciencia jurídica realizada por dos relevantes iusfilósofos italianos: Francesco Viola y Giusseppe Zaccaria[53], principalmente el propuesto en un importante volumen publicado con el título de Diritto e interpretazione. Lineamenti di teoria ermeneutica del diritto[54]. Estos autores comienzan por sostener programáticamente que “el pasaje de la dogmática tradicional a la analítica y de ésta a la hermenéutica jurídica, no significa un escanciamiento (scansione) exclusivamente temporal o de desarrollos teóricos completamente internos a la ciencia jurídica, que se vienen sucediendo unos a otros (…). En realidad, este pasaje incide sobre el valor de las diferentes representaciones del derecho que presentan las diferentes perspectivas: derecho como concepto lógico, como proposición lingüística, como interpretación”[55].
Por otra parte, para estos autores, la ciencia jurídica hermenéutica tiene un sesgo decididamente práctico, y en se sentido “busca recuperar los aspectos más fecundos de las restantes aproximaciones en una visión más amplia, que reconecta la teoría a la praxis del derecho (…). En la ciencia jurídica teoría y praxis resultan estrechamente conectadas: el ‘modelo operativo’ y el ‘modelo cognoscitivo’ se encuentran íntimamente compenetrados en una interacción incesante que tiene como fin último conocer para obrar y obrar conociendo. En efecto – concluyen – es en la praxis interpretativa que el jurista aprehende algo como derecho o como perteneciente al derecho”[56]. En consonancia con esta afirmación, critican la pretensión imperativista, normativista y meramente semántica del positivismo analítico, y sostienen que “más que del poder, la justificación jurídica proviene de una actividad hermenéutica”, agregando que, frente a la insuficiencia del punto de vista meramente lógico-formal y perceptivo-factual del neopositivismo, la hermenéutica plantea un reconocimiento cada vez más amplio de los conceptos de acción, intencionalidad y sentido[57].
Ahora bien, para Viola y Zaccaria, la sociedad contemporánea, caracterizada por un creciente “pluralismo fragmentado” de los valores y de la cultura exige abandonar el paradigma positivista, que presuponía una homogeneidad condivisa de los significados fundamentales, y la búsqueda de un nuevo modelo para el cual la elección entre valores se determine en la concretidad de las situaciones singulares, es decir, sobre el terreno de las interpretaciones, que no se limitan a acertar o descubrir un significado, sino que buscan innovarlo y elaborar, más que reconocer, las reglas jurídicas[58].
Este nuevo modelo hermenéutico, al aplicarse a las ciencias jurídicas, tiene consecuencias en, al menos, tres aspectos fundamentales: el primero de ellos, es que ese modelo repercute sobre las bases ontológicas de las ciencias del espíritu[59], en especial sobre los presupuestos no-epistemológicos de la epistemología. “La concepción hermenéutica pretende – escriben – avanzar más allá de la epistemología para descubrir las condiciones propiamente ontológicas del comprender (…): en otras palabras, las condiciones trascendentales que hacen posible la comprensión del sentido. Desde este punto de vista – concluyen – se subraya, ya sea la coesencialidad de comprender y ser, ya sea la relevancia que asumen, para el derecho, las condiciones generales del comprender…”[60].
El segundo aspecto que resulta determinado por el modelo hermenéutico, es el que se refiere a la metodología útil para captar y describir mejor la articulación de los procedimientos cognoscitivos jurídicos. En este punto, los autores recalcan el papel de las precomprensiones, de la historia y las tradiciones jurídicas, así como de la necesidad de una instancia intersubjetiva o dialógica, destinada a alcanzar un control intersubjetivo y una transparencia, que deben ser el objetivo de todo conocimiento científico, en especial del jurídico[61]. “En cualquier campo de la ciencia – sostienen -, en especial en el jurídico, no es posible partir de cero y es necesario sin duda hacer uso de cuanto ya ha sido elaborado, elevándose sobre las espaldas de los predecesores. La explicación no puede prescindir completamente de la comprensión (…). Aún la explicación es por ello dependiente de las condiciones de comprensión de vez en vez más específicas y la razón permanece siempre subordinada a las situaciones en las cuales opera (…); es el jurista mismo el que las instituye en cuanto comprende, en cuanto participa activamente, con su elaboración, en el reproducirse y desenvolverse de la tradición y de tal modo la lleva él mismo adelante, prosiguiendo el discurso de otros y de ese modo insertándose (…) y renovándola”[62].
El tercero de los aspectos en los que influye la impostación hermenéutica es en que concibe a la ciencia jurídica no sólo como una descripción de lo que sucede en el evento interpretativo, sino también como un verdadero criterio de cuándo una interpretación es más o menos correcta, de cuál es la justa comprensión. Por ello, sostienen que la interpretación no se basta a sí misma en el ámbito jurídico: “El derecho – escriben – no puede ser sólo interpretación; hablar de interpretación metodológicamente correcta no tiene un sentido cumplido si se pierden de vista los objetivos que, a través del derecho, se pueden alcanzar y las finalidades que a través del discurso jurídico se pueden conseguir”[63]. De este modo, por la referencia a fines y valores, la dogmática jurídica hermenéutica “conserva una irrenunciable función ordenadora, reflexiva y de control (…); esta función estabilizadora e integrativa de la dogmática (…) permite indirectamente poner un dique a cualquier tentación ‘pan-hermenéutica’ también presente en la cultura jurídica contemporánea”[64].
Finalmente, llegado el momento de establecer los instrumentos a través de los cuales puede ser demostrada la adecuación de la interpretación elegida, los autores hacen referencia a “una actividad dialógica y argumentativa”, agregando que “más que de una verificación o de una demostración de la justeza del procedimiento interpretativo y de sus resultados, se podrá hablar en rigor – en el sentido de una teoría de la ciencia – de una no-falsificación”[65]; lo que en última instancia habrá de llevarse a cabo a través de una reconducción a las evidencias de la ‘razón común’”. Y luego de una remisión a la retórica como sustituto de la absolutidad metódica del cientismo, concluyen que “lejos de identificarse con la verificabilidad metódica, el momento de verdad de las ciencias es visto en su relación con la conciencia común”[66].

6. De la ciencia hermenéutica a la ciencia práctica
Luego de este apretado resumen de algunas de las más relevantes propuestas de la filosofía hermenéutica sobre la temática del estatuto de la ciencia jurídica, conviene efectuar las correspondientes consideraciones estimativas, de modo de valorar el real aporte de esa corriente a la solución de las aporías que plantea el carácter científico del saber de los juristas[67]. La primera de las observaciones que resulta pertinente efectuar a ese respecto, se refiere a la especial aptitud de los pensadores de esa orientación para captar las falacias e insuficiencias del cientismo positivista en el ámbito jurídico[68]. Estos autores han advertido con agudeza que la reducción del derecho a normas positivas, que el monismo metodológico lógico-deductivo, la adopción de unos criterios de cientificidad tomados de ámbitos ajenos al del derecho y a la praxis humana en general, la exclusión tajante de fines y valores de los modos de pensar propios de la ciencia del derecho y la negación de la posibilidad de un conocimiento a la vez científico y práctico, no sólo no se corresponden con los resultados de un análisis completo de la experiencia jurídica, sino que conducen a consecuencias desalentadoras en lo que respecta a la función de la ciencia jurídica en el ámbito de la praxis del derecho.
Efectivamente, un saber que deje metódicamente de lado las dimensiones conductual, institucional, cognoscitiva, valorativa y comprensiva del derecho, no puede pretender legítimamente constituirse como un saber jurídico, es decir, que aborde la realidad jurídica en cuanto jurídica, al menos en los aspectos centrales de esta realidad, aún cuando satisfaga los estrictos cánones de cientificidad elaborados para la física, la fisiología, la matemática o cualquier otra ciencia descriptiva. Y ello es así porque el derecho es eminentemente una praxis humana, que incluye de modo constitutivo elementos valorativos, teleológico-intencionales y de sentido, y que se concreta en conductas, instituciones, relaciones y también normas, por lo que necesita un modo de abordaje capaz de captar adecuadamente toda la riqueza y todas las modalidades de esa realidad – y de su correspondiente experiencia – que es esencialmente práctica[69].
Pero no sólo se trata, en el caso del abordaje del positivismo analítico, de una limitación injustificada de la experiencia jurídica, sino que, además, el modelo de ciencia jurídica que es el resultado de ese abordaje, resulta de una utilidad exigua y desalentadora para la labor que emprenden aquellos juristas que intentan estudiar, con un cierto grado de generalidad y amplitud, la realidad jurídica en cuanto tal. En efecto, una labor “científica” reducida sólo a la búsqueda de la mayor precisión posible del lenguaje jurídico, a la solución de las contradicciones lógicas entre normas y a la corrección formal de la deducción de las consecuencias normativas de los preceptos jurídicos, no puede sino resultar frustrante para un jurista que procura encontrar soluciones razonables para los diversos tipos de problemas que la vida jurídica plantea a los diferentes operadores del derecho.
Estas dos observaciones centrales han sido percibidas correctamente por los estudiosos de la corriente hermenéutica[70], y han propuesto para su superación un abordaje del fenómeno jurídico principalmente interpretativo, en la convicción de que, desde esa perspectiva, será posible un abordaje propiamente jurídico – en el sentido más amplio - de la realidad jurídica vivida, y provechoso para el conocimiento y dirección de la actividad de quienes operan con el derecho. Para ello, en primer lugar, defienden la amplitud y complejidad de la realidad y la experiencia jurídicas, que conceptualizan como propiamente interpretativas, ante todo en el sentido de que la actividad jurídica supone inevitablemente un momento de ese tipo, por lo que el conocimiento de esa realidad reviste necesariamente carácter hermenéutico. Por otra parte, afirman el carácter valorativo de las realidades jurídicas, para el cual sólo resulta adecuado un modo de captación de carácter comprensivo o de aprehensión de sentidos, que también resulta tener, en definitiva, carácter esencialmente hermenéutico y nunca sólo o primordialmente lógico-analítico[71].
Estos aspectos críticos revisten indudablemente un aspecto positivo, ya que ponen en evidencia el reduccionismo, la parcialidad y la insuficiencia de las perspectivas positivistas, aún de las más evolucionadas de corte analítico. Pero estas críticas son efectuadas desde una perspectiva filosófica y metodológica que no alcanza a superar satisfactoriamente las debilidades de los ensayos cientistas y analíticos. La primera de las razones de la insuficiencia de las críticas hermenéuticas al paradigma positivista-normativista, radica en que, al igual que su ocasional adversario, ellas adoptan una perspectiva de carácter casi exclusivamente lingüístico; más aún, dentro de esta perspectiva, se sitúan primordialmente en el nivel pragmático del lenguaje, es decir, de las relaciones de uso lingüístico y de los actos que las integran[72], dejando en un segundo lugar las cuestiones referidas al nivel semántico de ese mismo lenguaje, es decir, las que remiten a los niveles extralingüísticos de la realidad.
Pero además de moverse casi exclusivamente en el nivel pragmático del lenguaje, la filosofía hermenéutica de impronta gadameriana reviste un sesgo, no aceptado explícitamente, pero innegablemente perspectivista y subjetivo[73]. Gaspare Mura afirma en este punto que la crítica de Emilio Betti a Gadamer se centra en que esta última “exalta la dimensión puramente subjetiva de la ‘comprensión’ en desmedro de la objetividad, y sustituye la ‘interpretación’ con la ‘atribución de significado’ por parte del sujeto”[74]. Dicho en otras palabras: más allá de los límites que Gadamer intenta poner a este sesgo subjetivo, es claro que hay en él una desconfianza a cualquier tipo de objetividad, no sólo la moderno-cientificista[75], que tiñe a toda la filosofía hermenéutica y que contamina necesariamente los ensayos de aplicarla al campo del saber jurídico. “Hablar de círculo hermenéutico significa, pues, – escribe agudamente Mauricio Ferraris – presuponer que no puede existir un entendimiento objetivo, sino tan solo una asintótica aproximación a la objetividad; si bien en Heidegger el subjetivismo se ve – al menos en las intenciones – moderado por el llamado a la exigencia de hacerse dictar la precomprensión por las mismas cosas”[76].
De aquí, de este lingüismo y del perspectivismo implícito de la hermenéutica, se sigue razonablemente una pérdida de cualquier referencia a la realidad objetiva, aún de las realidades prácticas, que torna problemática una superación genuina del reduccionismo positivista y analítico. En efecto, la pérdida de la posibilidad de conocer objetivamente la realidad natural trae como consecuencia el cierre de la inteligencia a un conocimiento que sea a la vez práctico y científico, entendido este último como aquel que accede a un sector de la realidad transubjetiva y puede justificar ese conocimiento de modo objetivo, es decir, por referencia al sector de la realidad que se conoce[77]. Está claro que el modo cientificista-naturalista-cuantitativista de la objetividad, que la piensa como separada completamente del sujeto y orientada exclusivamente a su dominación y manipulación[78], y que fuera propuesto por la epistemología moderna, no es el único disponible a la inteligencia, en especial a una inteligencia abierta y sin prejuicios cientistas. De aquí se sigue que la alternativa: “objetivismo extensionalista-cuantitativista” moderno, por una parte, y “subjetivismo perspectivista”, por la otra es una falsa alternativa y puede ser superada con una visión más amplia de los que es la realidad y, por ende, la objetividad. “La filosofía de la naturaleza anterior (a Hobbes, CIMC) – escribe Spaemann - había considerado al propio hombre como parte de la naturaleza y había intentado, a la inversa, entender los procesos naturales por analogía con las acciones humanas”[79], es decir, como dotados de sentido, fundamentalmente de sentido finalista.
Dicho de otro modo, la impugnación del objetivismo moderno, de matriz cartesiana, entendido en un sentido cuantitativo y constitutivamente opuesto al sujeto, no supone necesariamente la opción por un perspectivismo de matriz originalmente nietzscheana[80], que desemboca, por la vía de Heidegger, en una hermenéutica en la cual el sujeto adquiere una relevancia desmesurada y amenaza con conducir el pensamiento por la vía muerta del subjetivismo. En este sentido, Emilio Betti ha escrito que “el evidente punto débil del método hermenéutico propuesto por Gadamer consiste en que permite un acuerdo entre el texto y el lector – vale decir, una correspondencia entre el sentido del texto que se presenta en apariencia como obvio y el subjetivo y personal convencimiento del lector – pero no garantiza de ningún modo la exactitud del entender; en efecto, para esto debería suceder que la comprensión alcanzada correspondiese de modo plenamente adecuado al significado objetivo del texto en cuanto objetivación del espíritu. Solo de este modo podría afirmarse asegurada la objetividad del resultado, sobre la base de un atendible proceso de interpretación. No es difícil demostrar, por el contrario, que al método propuesto (por Gadamer, CIMC) se le escapa la instancia de la objetividad…”[81].
Ahora bien, sin esa instancia de objetividad, entendida como referencia intencional del conocimiento – también el práctico – a la realidad trascendente al sujeto que conoce, no es posible fundamentar o justificar racionalmente nada, ni principios, ni normas, ni imperativos, con lo cual la praxis humana queda retenida en la inmanencia, sea del sujeto individual, en una especie de solipsismo práctico, sea en el acuerdo o consenso alcanzado, a nivel meramente pragmático, a través de alguna “acción comunicativa” o práctica dialógica. Es claro que en ninguno de estos casos puede hablarse de exactitud o corrección – mucho menos de verdad – de las diferentes interpretaciones, ni pueden tampoco establecerse los límites dentro de los cuales ellas pueden desenvolverse con sentido[82]. Por supuesto que, en este contexto, tampoco es posible hablar seriamente de “ciencia jurídica”, entendida como un conocimiento objetivo, al menos en algún sentido relevante, es decir, sustraído a la arbitrariedad y la veleidad de los puntos de vista eminentemente subjetivos o de los acuerdos alcanzados en el marco de condiciones meramente formales.

7. De nuevo la tradición de las ciencias prácticas
La debilidad del positivismo analítico para solucionar, por la vía de un reductivismo empirista y lógico-semántico, las aporías que plantea la noción de ciencia jurídica, y la insuficiencia del intento hermenéutico de superar el fracaso analítico en ese tema, hacen necesaria la búsqueda de una alternativa diferente, es decir, de una perspectiva que haga posible explicar razonablemente el carácter científico de un conocimiento sobre un objeto como el derecho y, a la vez, su naturaleza estructuralmente práctico-jurídica, es decir, constitutivamente ordenada al progreso, mejoramiento y desarrollo de la vida jurídica concreta. Para ello, no es suficiente, como lo hacen algunas versiones de la hermenéutica, añadir un momento de aplicación a un conocimiento que es constitutivamente teorético[83], sino indagar la posibilidad de un saber que se constituya radicalmente como directivo; dicho en otras palabras, la viabilidad de un conocimiento estrictamente práctico, es decir, ordenado desde su misma constitución a la dirección y valoración racional de la conducta humana, en este caso, de la conducta humana jurídica[84].
En esta búsqueda de una alternativa superadora de las ya estudiadas, parece razonable dirigirse a la tradición central occidental de la filosofía práctica[85], es decir, a la tradición aristotélica, desenvuelta por más de veinticuatro siglos como una modalidad especial de investigación en materias éticas, políticas y jurídicas, y que, como toda tradición de pensamiento que se mantiene viva, ha tenido recientemente un nuevo renacimiento y una nueva reafirmación[86]. Este renacimiento se ha realizado en dos líneas principales: (i) la que recibe el realismo aristotélico por mediación de Tomás de Aquino y que se concreta en los autores denominados tomistas o neotomistas; y (ii) la de una rica variedad de autores, como Hannah Arendt, Leo Strauss, Helmut Kuhn, Eric Voegelin, Franco Volpi, Enrico Berti, Wilhem Hennis y varios otros, que se remiten directamente al Estagirita, aunque muchas veces bajo la influencia del algún otro pensador contemporáneo. Y acerca de la necesidad de pensar en el marco de alguna tradición de investigación y pensamiento para arribar a algún resultado relevante, el Autor ya se ha explayado suficientemente en otro lugar, al que corresponde remitirse para mayos abundamiento[87].
Ahora bien, en lo que respecta a la temática aristotélica de las ciencias prácticas y, dentro de ellas, de la ciencia jurídica, conviene afirmar, con Franco Volpi, que “contra este desarrollo y esta comprensión moderna del obrar, los neo-aristotélicos alemanes han proclamado la necesidad de rehabilitar la filosofía (y la ciencia, CIMC) práctica de la “tradición aristotélica” (…) para extraer elementos aptos para diseñar una comprensión de la racionalidad práctica capaz de oponerse a -y, en definitiva, de corregir - la concepción moderna de un saber unitario y metódico, objetivo y descriptivo, aplicable al ser en su conjunto”[88]. Es entonces contra esta afirmación moderna de una ciencia de carácter conceptualmente unívoco: como saber descriptivo, cuantificable y metódico, que es necesario rehabilitar la posibilidad de un conocimiento intelectual de la praxis humana, justificado racionalmente y, por ello, susceptible de ser calificado de “científico”.
En el estudio de este tipo de conocimiento, resulta conveniente comenzar por el análisis de su carácter práctico, para pasar sólo después al estudio de su calidad de científico. En el primero de estos puntos, es decir, el referido a la posibilidad de un conocimiento a la vez racional y constitutivamente práctico, es conveniente remitirse en primer lugar a un trabajo anterior del Autor, en el que se aborda in extenso esta problemática[89]. No obstante esta remisión, es posible precisar aquí, siguiendo principalmente a quien más ha desarrollado este punto, Tomás de Aquino[90], que un conocimiento intelectual es considerado práctico cuando reúne al menos estos tres requisitos: (i) que su objeto sea material y formalmente práctico; (ii) que el fin del conocer sea la ordenación de una praxis humana; y (iii) que el modo de conocimiento sea primordialmente sintético. En lo que sigue, se analizará someramente cada uno de estos requisitos, verificando en cada uno de ellos su incompatibilidad con la noción reduccionista-positivista de la ciencia.
El primero de estos requisitos hace referencia a que el objeto de todo conocimiento práctico, es decir, el sector de la realidad que es el término de ese acto de conocer, debe consistir en una realidad práctica. Ahora bien, práctica es ante todo y en primer lugar la acción humana, pero también deben considerarse prácticas las instituciones, reglas, facultades, hábitos, etc. que la tienen directamente por objeto, son su causa o constituyen su resultado inmediato. Pero en todo caso, ha de ser el obrar humano el que, sea inmediata o mediatamente, se constituya en el referente del acto de conocimiento práctico; esto es, en aquello que el pensamiento clásico denomina “objeto material”.
Pero además, para que un conocimiento sea práctico, también debe serlo su “objeto formal”, es decir, el “punto de vista (ratio cognoscibilis) bajo el que se mira lo cognoscible”[91]; esto significa que el término del conocimiento no sólo debe ser una acción humana, sino que, además, esa acción debe ser conocida prácticamente, es decir, en cuanto susceptible de ser dirigida, regulada u ordenada por medio de la razón; dicho en otras palabras, desde el punto de vista de su ordenabilidad al bien humano en alguna de sus dimensiones. Escribe a este respecto Ballesteros, que “en cuanto objetos del conocimiento práctico, los operables plantean a la inteligencia el interrogante sobre su deber ser, no el de su existencia. Guardan relación con el fin humano pues, como afirma Aristóteles, toda praxis aspira a un fin, que es un agathon, un bien”[92]. Esto significa que para que un conocimiento revista el carácter de práctico, no sólo debe dirigirse a una cierta conducta humana, sino que, además, la debe percibir en cuanto ella es regulada, informada u ordenada a un cierto bien humano.
Está claro que una realidad de esta índole, vista desde la perspectiva apuntada, no puede ser objeto de ciencia desde una aproximación reductivamente positivista; escribe en este último sentido Mario Bunge, que “El conocimiento científico es fáctico: parte de los hechos, los respeta hasta cierto punto y siempre vuelve a ellos. La ciencia intenta describir los hechos tal como son …”[93]. Desde esta perspectiva, todo lo que no entra en los cánones de la mera descripción de la facticidad, cae necesariamente fuera del objeto de la ciencia y, por ende, de la racionalidad. Dicho de otro modo: el reduccionismo positivista del objeto de la ciencia conduce inexorablemente a la irracionalidad en el campo de las opciones prácticas, a un escepticismo – y al consiguiente relativismo - ético de carácter emotivista, decisionista o culturalista. Por el contrario, para el realismo clásico, un conocimiento y un pensamiento[94] ordenados a la praxis humana en cuanto necesitada de dirección o valoración, revisten carácter constitutivamente racional, toda vez que la praxis humana es el resultado de la actividad conjunta de intelecto y voluntad, estando reservados a la razón los aspectos formales y propiamente directivos del obrar[95].

8. El fin y el modo de conocer prácticos
Pero además de caracterizarse por el objeto – material y formal – el conocimiento práctico se especifica por su fin propio, que no hay que confundir – como parece hacerlo a veces Ballesteros – con la finalidad subjetiva y ocasional del sujeto cognoscente[96]. El efecto, un conocimiento, para revestir el carácter de práctico, no sólo debe referirse a una realidad práctica en cuanto práctica, sino que es necesario que su finalidad intrínseca o propia sea la regulación, dirección o valoración de esa praxis que tiene por objeto. De lo contrario, cuando el objeto de un conocimiento es una realidad operable, pero su fin propio es conocer, no para dirigir el obrar sino sólo para saber, como sería el caso del conocimiento que se obtiene en la Historia del Derecho, el saber no será propiamente práctico, sino sólo en un cierto sentido[97]. Y se trata del fin del conocimiento y no el del cognoscente, toda vez que, de lo contrario, bastaría con la voluntad de su sujeto para mudar a un determinado tipo de conocimiento de especulativo en práctico o viceversa, de modo que, v.gr., la Sociología podría pasar de ser teórica a constituirse como práctica si se la estudiara ocasionalmente con una finalidad práctica; en realidad lo que ocurre en este caso, es que ese estudio dejaría de ser propiamente sociológico para pasar a ser de Ciencia Política o de alguna otra ciencia práctica.
Por otra parte, conviene precisar aquí que también la finalidad práctico-directiva de un saber la excluye de lo que la modernidad consideró ciencia o simplemente saber racional-objetivo. En efecto, los promotores de la concepción moderna de la ciencia la pensaron con una finalidad meramente descriptivo: para ellos conocer era analizar o verificar fenómenos, en especial, con el recurso auxiliar de las formulaciones matemáticas. Pero además, en el transcurso de la modernidad, que puede situarse, en rigor y en este punto, en el período que va desde Ockham al positivismo[98], la concepción del conocimiento científico fue adquiriendo cada vez más un sesgo tecnológico, es decir, subordinándose a su utilidad para la producción factiva; dicho en otras palabras, se transformó en tecnociencia, realidad en la que el factor técnico fue adquiriendo progresiva superioridad sobre el estrictamente científico[99]. Por lo tanto, si se habla aquí de finalidad, sólo es posible referirse o bien a una finalidad sólo expositiva, o bien a una finalidad útil en sentido tecnológico, radicalmente diferente de la finalidad de que se trata en el caso del conocimiento práctico.
Y en lo que respecta al modo de conocer propio de los saberes prácticos, la opinión del Aquinate es que éste radica en la síntesis o composición, tal como lo expresa en un conocido texto. Allí escribe que una ciencia puede llamarse especulativa “por el modo de saberla, como ocurre por ejemplo cuando un arquitecto estudia una casa definiendo, dividiendo y considerando en general lo que se predica de ella. Esto es considerar una cosa operable, pero no en cuanto operable, sino de modo especulativo: algo es operable, en realidad, por la aplicación de la forma a la materia y no por la resolución del compuesto en sus principios formales universales”[100]. Dicho en otros términos, en el conocimiento práctico no se trata principalmente de analizar, es decir, de buscar las causas o principios a partir de los efectos, sino, por el contrario, de inferir los efectos que deben seguirse de la aplicación de ciertos principios, en un proceso eminentemente sintético-compositivo[101].
Esto es lo que sucede, v.gr., cuando de lo que se trata es de indagar cuál es la dirección que debe imprimirse a una conducta a la luz de un determinado principio práctico, como cuando se busca saber cómo deben ser las prestaciones de las partes en el caso de una compraventa a la luz del principio sinalagmático o de igualdad de las prestaciones en los intercambios. Es claro que aquí se trata de un proceso que va desde los principios, que funcionan como causas – finales, ejemplares o eficientes en sentido deóntico – a las conclusiones, que aparecen como efectos de aquellos principios[102].
Pero por otra parte, el método del pensamiento práctico es también compositivo porque articula en una unidad – en la unidad del último juicio práctico y finalmente del mandato de acción – todos los elementos cognitivos y desiderativos que concurren a formarlos. “Aún cuando está a gran distancia de la acción – escribe Yves Simon – el pensamiento práctico está gobernado por un ley de completud que se deriva de la naturaleza metafísica del bien. El acto a ser puesto en existencia, cualquiera que éste sea, es llevado a la existencia por un deseo. Es un fin o el medio para un fin; en cualquier caso tiene el carácter de un bien y no es lo que se supone que sea salvo por la operación adecuada de todas sus causas. Como lo establece Dionisio, ‘El bien es constituido por una causa poseída en su integralidad, mientras que una multitud de defectos, aunque sean relativos a las partes, resultan en un mal’ (…); el juicio que comanda un acto – concluye – no es lo que se supone que sea salvo que una multiplicidad de condiciones sea reunidas como para dar a la causa operante este carácter de completud e integralidad”[103].
Ahora bien, la concepción moderna de la ciencia no es prioritariamente sintética sino analítica, como lo sostiene claramente Mario Bunge cuando escribe que “La ciencia es analítica: la investigación científica aborda problemas circunscriptos, uno a uno, y trata de descomponerlo todo en elementos (no necesariamente últimos o siguiera reales) (…). Trata de entender toda situación total en términos de sus componentes; intenta descubrir los elementos que componen cada totalidad y las interconexiones que explican su integración”[104]. Una vez más, la visión de la ciencia propia de la modernidad resulta incompatible con el pensamiento práctico, en esta oportunidad, en razón de carácter predominantemente sintético-compositivo de este último. Y se dice aquí predominantemente sintético, en razón de que no es posible excluir del razonamiento práctico momentos o elementos analíticos, tal como ocurre con el momento deliberativo, que reviste carácter principalmente analítico[105], sin dejar por ello de ser estrictamente práctico.

9. Las ciencias prácticas y su estatuto epistemológico
Se ha visto hasta aquí que las notas propias del conocimiento y del pensamiento práctico resultan incompatibles con los caracteres atribuidos a la noción moderna de ciencia; no es posible, por lo tanto, y dentro de ese esquema, hablar propiamente de ciencia jurídica, ciencia política o ciencia moral. Por ello, quienes así lo han intentado han debido referirse a – y centrarse en - saberes sólo derivativa e impropiamente jurídicos, políticos o morales, tales como la lógica jurídica, la sociología política o la metaética. De este modo, se plantea una opción inexcusable: o bien se renuncia a hablar de ciencias prácticas, en especial de ciencia jurídica, o se cambia de paradigma científico, abandonando el típicamente moderno y abriéndose, ya sea al modelo propio de la tradición realista clásica, ya sea inventando uno completamente novedoso. Como no es posible pensar desde cero y, por lo tanto, lo completamente novedoso es una simple quimera, aparece como más razonable indagar la respuesta que puede darse a la cuestión de la ciencia jurídica desde la perspectiva epistemológica propia de la tradición central de occidente.
Una contribución importante e este sentido, es la realizada por Evandro Agazzi en su trabajo Analogicità del concetto di scienza. Il problema del rigore e dell’oggettività nelle scienze umane[106] . En ese trabajo, el filósofo de la ciencia italiano comienza por analizar y criticar la concepción reduccionista de la ciencia, propia del pensamiento moderno y de sus continuadores contemporáneos, que consiste en que un cierto tipo de ciencia, de hecho históricamente privilegiado, tienda a imponer su modo propio de hacer ciencia a todas las demás disciplinas. Estas ciencias han sido, históricamente, la física, la biología y – según las elucubraciones de la Escuela de Frankfurt – las ciencias sociales entendidas en sentido emancipatorio. Pero en todos los casos, el reduccionismo consiste en “tratar de expresar el contenido de una ciencia, aquella que se pretende reducir, en función de los conceptos, términos y proposiciones de la ciencia a la que ella debe ser reducida”[107]. Este reduccionismo – sostiene Agazzi – adquiere cada vez más un carácter más sutil, de tipo metodológico, que consiste en considerar reducible a una ciencia fundamental no principalmente el contenido objetual de otra ciencia, sino su bagaje metodológico de base.
Para este autor, el reduccionismo expresa, en sustancia, una concepción univocista del concepto de ciencia, es decir, la que sostiene que la ciencia “verdadera” es una sola, por ejemplo la física, a la que deben reducirse – al menos metodológicamente – todas las demás[108]. Ahora bien, como esta toma de posición conduce a la negación de la noción de ciencia respecto a la gran mayoría de los saberes, en especial a los saberes acerca de - y directivos de – la praxis humana, Agazzi propone recuperar un concepto de ciencia de carácter analógico, que consiste “en obtener una noción (…) del concepto de ciencia, que sea tal de no permanecer encerrada, por un lado, dentro del ámbito de unas pocas ciencias privilegiadas, sino que sea capaz de hacer posible, por otro lado, la distinción de la ciencia de las actividades intelectuales de tipo diferente. Afirmaremos por lo tanto – continúa Agazzi –, parafraseando a Aristóteles, que “ciencia” se dice de muchas maneras. Pero este decirse de diverso modo deberá ser posible remitiéndose a un cierto esquema fundamental que resulte reconocible en estos diversos modos”[109]. Este esquema fundamental es desarrollado por Agazzi a través de dos notas fundamentales: la de rigor y la de objetividad. La primera la centra principalmente en dos exigencias: (i) el establecimiento de los datos relevantes y (ii) la exhibición del itinerario lógico que comienza en las hipótesis y llega a los hechos, a través de las explicaciones[110]. En la segunda, la de objetividad, Agazzi distingue dos sentidos de esa noción: la primera, a la que califica de “objetividad débil”, se refiere a aquello que no depende del sujeto y se mueve en el nivel de la intersubjetividad; la segunda, que denomina “objetividad fuerte” remite al objeto de conocimiento en sí mismo, es decir, a “aquello que inhiere al objeto”[111].
Ahora bien, un ensayo similar al realizado por Evandro Agazzi con respecto a las ciencias en general puede llevarse a cabo en el caso de los saberes prácticos, en los cuales es posible hablar de “ciencia” en un sentido analógico, es decir, con un significado similar – ni idéntico, ni completamente diverso - al que se predica de la física, la biología, la sociología o la metafísica. Tal como se ha expuesto in extenso en otro lugar[112], es posible hablar de analogía cada vez que un término (en el caso de la analogía extrínseca) o un concepto (en el caso de la analogía intrínseca) se refieren a una multiplicidad de realidades de un modo semejante, en razón de que esas realidades participan en diversa medida de una perfección primera. En la significación analógica se dan dos tipos de relaciones: (i) de las diversas realidades con una primera, en la que se da la perfección de modo completo y entonces se habla de analogía de atribución; y (ii) de las diferentes realidades entre sí, ya que entre ellas se da una relación de proporción en virtud de la diferente medida de su participación en la perfección común, y es cuando se habla de analogía de proporcionalidad. Se trata, por lo tanto, de un tipo de predicación que designa una cualidad o perfección que se realiza en diferente medida en los diferentes designata, como cuando se aplica la noción de principio a los principios lógicos, metafísicos, éticos, etc. En todos los casos se está haciendo referencia a algo primero, pero que se realiza de diferente manera en cada uno de los órdenes enumerados.
Algo similar acontece con el término y el concepto de ciencia: se trata claramente de un caso de predicación analógica, ya que con ellos se designa a ciertos conocimientos intelectuales que reúnen al menos dos cualidades: (i) tratarse de un conocimiento dotado de algún grado de rigor, lo que supone una cierta sistematicidad; y (ii) que justifica racionalmente sus afirmaciones a través de una referencia a principios. Esto significa que se está en presencia de un conocimiento dotado de una dosis de sistematicidad y fundamentabilidad, que lo alejan del conocimiento vulgar y le otorgan una cierta perfección en cuanto conocimiento. Por lo tanto, este tipo de conocimiento se contrapone al de la mera opinión, que se caracteriza por la escasa precisión y falta de justificación de sus contenidos, así como por carecer de una fundamentación lógicamente correcta.
Pero también es evidente que esas notas propias del saber que puede denominarse “ciencia”, no se presentan en igual medida y alcance en todos los conocimientos que se denominan con cierto rigor “científicos”. En efecto, no son idénticas ni la certeza ni la justificación racional de las proposiciones que componen la ciencia histórica, la matemática o la biología, pero siempre y en todos los casos debe tratarse de: (i) conocimientos obtenidos sistemáticamente y que han alcanzado cierta certeza, (ii) de nociones cuya fundamentación racional exhiba una dosis razonable de ilación lógica.
Ahora bien, en el caso de los saberes prácticos, es decir, de aquellos que versan sobre objetos prácticos - en cuanto prácticos - y tienen una intrínseca finalidad directiva, es claro que también ellos procuran sistemáticamente una cierta certeza en los resultados de su labor cognoscitiva y que pretenden justificar racionalmente sus conclusiones. De este modo, resulta apropiado calificarlos como ciencias[113], en sentido proporcionalmente analógico, ya que el término – y el concepto – de ciencia les es aplicable de modo proporcionalmente semejante a como se les aplica a la llamadas ciencias de la naturaleza. En efecto, en ambos casos, se trata de conocimientos sistemáticos y racionalmente justificados, que difieren en razón de las diferentes características de los respectivos objetos, pero cuyo modo de acceso a esos objetos resulta semejante según una cierta proporción[114], de tal modo que la relación entre el concepto de ciencia y las ciencias naturales y la relación entre el concepto de ciencia y la ciencias prácticas, es proporcionalmente analógica[115]. Ello puede expresarse en el siguiente esquema:
ciencia ciencia ciencia
______________ = ______________ = ______________
ciencias naturales ciencias prácticas ciencias históricas

De este modo, a través de la doctrina de la analogía es posible sostener la posibilidad epistemológica de un conocimiento que sea, a la vez, práctico y científico: (i) práctico, en razón de que su objeto propio es la praxis humana considerada en cuanto susceptible de valoración y dirección racional; y (ii) científico, porque aborda ese objeto de un modo riguroso y sistemático, a la vez que intenta justificar racionalmente sus conclusiones por medio de un itinerario lógico correcto y objetivo.

10. Una aproximación al concepto y método de la ciencia jurídica: John Finnis
Una vez defendida la posibilidad de un conocimiento que sea a la vez práctico y científico, lo que habilita la posibilidad de hablar de una ciencia jurídica práctica, en razón de la constitutiva pertenencia de las realidades jurídicas al orden práctico[116], conviene estudiar el modo en que ese saber científico-jurídico forma sus conceptos y desarrolla sus argumentaciones. A ese efecto, resulta oportuno recurrir a las ideas desarrolladas en este punto por el filósofo anglosajón John Finnis, en especial en una de sus obras centrales: Aquinas. Moral, Political, and Legal Theory[117]. En ese libro, Finnis dedica todo un capítulo al análisis de lo que denomina genéricamente Teoría Social, destacando ante todo la pertenencia del objeto de esa teoría al orden práctico, por oposición a los órdenes especulativo, lógico y poiético; “lo que es en sí práctico – escribe Finnis – es acerca de qué cosa hacer (…). No es acerca de lo que es el caso, tampoco acerca de lo que será el caso. Es acerca de lo que es para hacer, debe ser hecho – una prescripción y no, en cuanto tal, una predicción. Si uno tiene una intención, el propio conocimiento de esa intención es, primero y principalmente, conocimiento práctico, un conocimiento del fin, del propósito que uno tiene y de los medios de la conducta propositiva. Como conocimiento práctico, es realmente conocimiento, verdadero y, en su propia vía, completo, aun cuando la conducta resulte impedida y nunca tenga lugar. Y cuando uno está actuando según la propia intención y llevando adelante el propio plan, uno sabe lo que está haciendo, sin necesidad de inspeccionar la propia conducta, sin mirar para ver, aún introspectivamente (…). Esta suerte de atención a las intenciones, las razones para actuar, de las personas actuantes, es lo que Weber, Collingwood, H.L.A. Hart y varios otros han llamado adoptar el punto de vista hermenéutico o el punto de vista interno, y lo recomiendan como esencial para la teoría social descriptiva”[118].
Se pregunta a continuación Finnis si es posible decir – y de qué modo – algo a la vez verdadero y general acerca de los asuntos humanos, es decir, si es posible la existencia de una teoría política o social, en especial teniendo en cuenta la enorme contingencia, variabilidad y complejidad de las cosas humanas. El profesor de Oxford responde a esto que la teoría o ciencia social es general casualmente porque es práctica: “Una ciencia o teoría es práctica – escribe – en el sentido más pleno, si ella es acerca de y dirigida hacia aquello que es bueno hacer, tener, obtener y ser (…). Es práctica en su sentido más pleno cuando es acerca, y prescribe, lo que ha de ser hecho en el campo abierto a fines de la vida humana en su conjunto, por elecciones y actos (…) y en vista de objetos, fines, bienes que proveen razón para obrar y otorgan sentido a la vida individual o grupal como un todo abierto a fines”[119]. Dicho en otras palabras, lo que otorga generalidad y, por lo tanto, carácter científico o teorético al conocimiento de las múltiples y variables realidades humanas, es su ordenación reflexiva – general y, en última instancia, universal – hacia bienes que aparecen como los que dan razón de ser a las elecciones y conductas humanas; en definitiva, la generalidad del bien es el que otorga cientificidad al conocimiento práctico de las actividades humanas.
Y en lo que respecta a la metodología de las ciencias prácticas, Finnis sostiene, con apoyo en una exuberante cantidad de citas del Aquinate, que ella consiste en la descripción analógica de las realidades estudiadas, es decir, en la focalización de las consideraciones en un caso central, en el que se da el significado principal o focal de un cierto concepto, v.gr., “constitución”, a partir del cual se analizan las versiones diluidas, defectivas o degradadas de ese concepto. “El campo propio de cualquier ciencia o teoría – escribe el profesor australiano – incluye propiamente todo lo que está relacionado de modo relevante con un tipo central y las formas relevantes de ‘relación con el tipo central’ incluyen, inter alia, no sólo lo que genera realidades de ese tipo, sino también sus característicos defectos o corrupciones y las causas de esas frustraciones o fallas (breakdowns). Por lo tanto, una versión diluida o corrupta del tipo puede correctamente (…) ser llamada por el mismo nombre, aunque no con el mismo significado (‘unívocamente’ como traduce el Aquinate), ni de modo meramente equívoco, sino por el tipo de relación-en-la-diferencia de significado que Tomás de Aquino (cambiando el vocabulario de Aristóteles) llama analogía” [120]. Y más adelante concluye que “al desarrollar la analogía del significado focal, el vocabulario teorético puede acomodar perpicazmente el rango de realidades relevantes, sanas y desviadas. Los casos desviados no son puestos aparte o definidos ‘persuasivamente’ como fuera de la existencia”[121]
Finnis se está refiriendo aquí a lo que más arriba se ha denominado “analogía de atribución” y desarrolla varios ejemplos del modo en que puede aplicarse la metodología del “caso central” y los “casos marginales”, así como el recurso heurístico realizado por Aristóteles y reiterado por el Aquinate, a la opinión del hombre prudente (spoudaios-studiosus). En estos desarrollos, agudos y sugerentes, Finnis puntualiza, entre otras cosas, que “esta estrategia teórico-social no privilegia las mores convencionales e irreflexivas. Lo que cuenta como virtuoso y bueno no es establecido por el filósofo antes de toda reflexión filosófica. Es cierto que el filósofo moral parte de los juicios morales convencionales. Pero los somete a cada una de las cuestiones filosóficas relevantes. Estas cuestiones conciernen a la coherencia interna de los juicios convencionales, a su claridad, a su verdad – su conformidad con cada aspecto de la realidad que puede afectar a los juicios acerca de lo bueno y lo correcto”[122]. Aquí se ponen de relieve, tanto el punto de partida de la filosofía práctica en la experiencia moral de la sociedad, como el carácter crítico-valorativo de la filosofía de las cosas humanas, que, a partir de las opiniones éticas recogidas por el lenguaje corriente, se eleva hasta los principios que regulan y valoran universalmente la praxis humana.
Finalmente, y en relación con esto último, el profesor de Oxford sostiene que “si existen estándares racionales, filosóficamente justificados, acerca del bien y del mal, de lo correcto y lo incorrecto, ellos constituyen para los científicos (theorists) no sólo los estándares apropiados para conducir sus propias vidas, individualmente y con sus amigos, familias, asociados en los negocios y conciudadanos, sino también criterios apropiados tanto para seleccionar las materias para un estudio teórico y para articular sus resultados (..). Los criterios decisivos en última instancia para la ‘formación de conceptos en la ciencia social’ son los estándares de razonabilidad práctica irrestrictamente racional, de recto juicio acerca de qué hacer y qué no hacer”[123].
De las afirmaciones de John Finnis recogidas hasta aquí, es posible extraer, acerca del carácter y modo de conocer propio de las ciencias prácticas, al menos las siguientes conclusiones: (i) que las ciencias sociales prácticas son constitutivamente prácticas en cuanto se ordenan principalmente, no a la simple descripción, sino fundamentalmente al conocimiento de lo que debe hacerse y no hacerse en las elecciones y en la conducta humana en orden a alcanzar – en la mayor medida posible – una vida lograda, es decir, el bien humano[124]; (ii) es casualmente esa intrínseca ordenación al bien humano lo que permite la existencia de un conocimiento general, y por lo tanto científico, de las realidades humanas, en sí mismas contingentes, múltiples y mudables al extremo; la ordenación de esa multiplicidad a la unidad de los fines-bienes es lo que permite un conocimiento universal – y por lo tanto científico - de la praxis humana y de las realidades que ésta constituye; (iii) el método propio del conocimiento científico-práctico es de carácter paradigmático o modélico, es decir, centrado en la búsqueda de aquellas formas de vida social que de mejor manera realizan los bienes a los que están ordenadas; y es sólo con referencia a estos casos centrales que pueden ser estudiadas las formas decadentes, frustradas o simplemente imperfectas de esas formas de vida y de actividad; (iv) este modo de abordar el conocimiento de las realidades prácticas es el único que permite una descripción adecuada de ellas, toda vez que sólo a partir de los fines-bienes a los que se ordenan, es posible conocer cuáles aspectos o dimensiones de esas realidades son relevantes y significativas para su análisis y consideración[125]; y finalmente, (v) si bien el conocimiento práctico tiene su punto de partida en la experiencia ética corriente, es sólo a partir de su valoración y crítica a partir de principios de razonabilidad práctica que adquiere carácter científico y puede constituirse propiamente en una ciencia social.

11. La ciencia jurídica práctica y el derecho natural.
Ahora bien, una vez analizado el pensamiento de John Finnis acerca del objeto y modo de conocimiento de las ciencias prácticas y recogidas sus principales conclusiones, resulta oportuno abordar la problemática referida a la relación que guarda la concepción clásica de la ciencia jurídica práctica con la doctrina de la ley ética natural o, más precisamente, del derecho natural. Dicho de otro modo, corresponde indagar las implicaciones, para el iusnaturalismo, de las aseveraciones sostenidas en los puntos precedentes, en especial las referidas a que el conocimiento científico del derecho es práctico por su objeto y su fin y científico por su método y su referencia a principios. En especial resulta oportuno desarrollar este último punto, es decir, el referido a la constitución del conocimiento jurídico como científico a partir de su apertura constitutiva a ciertos principios de carácter práctico. Esto significa, en principio, que un conocimiento del derecho, por más que comience sus indagaciones por la experiencia jurídica corriente, y proceda en sus indagaciones con el mayor rigor y sistematicidad posible, no alcanzará la índole de un saber propiamente científico si no remite sus desarrollos a ciertas proposiciones primeras que posibilitan y justifican racionalmente la generalidad y la universalidad de sus conclusiones[126].
En este sentido, y refiriéndose a la concepción aristotélica, Ignacio Yarza sostiene que “la ética, a diferencia de la prudencia, versa sobre lo universal, como aparece afirmado con cierta frecuencia por Aristóteles, especialmente cuando contrapone estos dos modos de saber. El saber sólo puede merecer el estatuto de ciencia por hacer referencia al universal (…). Aún cuando se trata de una ciencia práctica, como es la política, o la ciencia legislativa que de ella forma parte, su objeto debe ser universal; el ético debe perseguir el conocimiento de los principios primeros para que su saber se constituya en ciencia (…). No es posible conocer el obrar humano – concluye – tener ciencia sobre él, sin alcanzar sus principios; a la vez, el conocimiento de sus principios no puede alcanzarse al margen del obrar humano”[127].
Ahora bien, estos principios prácticos, en cuanto son principios primeros y, por lo tanto per se nota o captados por evidencia analítica sin necesidad de discurso ni, menos aún, de demostración, se identifican con los primeros preceptos de la ley natural[128]. En este sentido, escribe Ana Marta González: “¿es lo mismo el primer principio de la razón práctica y el primer precepto de la ley natural? Sobre este punto - afirma - ha habido una discusión[129]. En el texto de referencia – q. 94, a. 2 – Santo Tomás da la impresión de distinguirlos, porque formula el primero en modo indicativo – el bien es lo que todas las cosas apetecen – mientras que formula el segundo en modo gerundivo – el bien ha de hacerse, el mal ha de evitarse. Sin embargo, poco antes se había referido al ‘bien como lo primero que se alcanza por la aprehensión de la razón práctica, ordenada a la operación’, y había completado esta observación con un glosa de carácter metafísico: ‘porque todo agente obra por un fin, y el fin tiene razón de bien`”[130]. Y más adelante, la profesora española sostiene que “en ello se encuentra, a mi modo de ver, una indicación importante acerca de cómo hemos de entender esa aparente divergencia entre el primer principio y el primer precepto. En mi opinión, tal divergencia obedece únicamente a que en el primer caso Santo Tomás está enunciando un principio metafísico de validez universal: (…) todo agente – sea racional o irracional – obra por un fin, y el fin tiene razón de bien. En cambio, lo decisivo es que, en el caso de los seres humanos, precisamente porque son seres racionales, ese primer principio adopta la forma de un precepto – en gerundivo o en imperativo (…). Dicho más brevemente: la ley natural, que nos prescribe obrar el bien y evitar el mal es la forma que adopta en el hombre un principio que, de otro modo, vale para todo ser viviente: el bien es lo que todas las cosas apetecen”[131].
Por lo tanto, si las ciencias prácticas – en especial la ciencia jurídica – revisten carácter científico fundamentalmente por su apertura o referencia a principios primeros, y estos principios, en el orden de la praxis humana, son los principios de la ley natural, resulta claro que la ciencia jurídica, para merecer el calificativo de científica, ha de referirse, estar abierta, resolverse[132] o fundarse en los principios del derecho natural. Si esto es así, resulta evidente que desde una perspectiva radicalmente positivista – que algunos llaman “positivismo excluyente”[133] – no es posible hablar de ciencia jurídica, al menos no en el sentido de una ciencia constitutivamente jurídica y, por lo tanto, práctica. De allí el dilema al que se ha hecho referencia al comienzo de estas páginas, y que no alcanza solución consistente mientras no se asuma la posibilidad – impensable en clave positivista – de un conocimiento y de unas ciencias prácticas, en especial en el ámbito propio del derecho. Dicho en otras palabras: sólo en clave iusnaturalista resulta posible concebir la existencia de una ciencia jurídica que sea propiamente ciencia y también propiamente jurídica, es decir, capaz de resolver los temas y problemas de la vida jurídica realmente existente a la luz de principios que otorguen a esa resolución universalidad y justificación racional.
Esta remisión – de carácter analítico - a unos principios directivos y valorativos de la praxis humana jurídica resulta, por lo tanto, necesaria desde dos puntos de vista: (i) para superar el particularismo y la contingencia del conocimiento jurídico concreto y otorgar a las vías de acción propuestas una generalidad y, en definitiva, una universalidad, que las haga trascender de la mera opinión circunstancial; (ii) para que la justificación racional de las conclusiones particulares aparezca dotada de constricción racional; aquí es necesario que el razonamiento guarde la correspondiente ilación lógica y que tenga su origen o fundamento en una proposición primera, es decir, cognoscible de modo cierto e inmediato; “desde este punto de vista – sostiene Alejandro Vigo – puede decirse que la referencia a determinados ‘principios primeros’ alude, considerada desde un punto de vista funcional, a aquellas instancias que, dentro de una cadena de fundamentación constituida por una interacción de niveles sucesivos de consideración, se sitúan en un nivel último, más allá del cual ya no es posible identificar instancias ulteriores por referencia a las cuales pudiera obtenerse una justificación para las primeras, diferente de ellas mismas”[134]; este punto de partida noéticamente originario del proceso de justificación racional, resulta absolutamente necesario a los efectos de no caer ni en la regresión al infinito, ni en un círculo lógico, que transformen en falaciosa la justificación, y den la razón a Hans Albert cuando propone su “trilema de Münchhausen”[135].
Pero además, resulta conveniente destacar que si bien es necesaria, para su constitución en cuanto ciencia, esa apertura a ciertos principios, en este caso de derecho natural[136], también resulta imprescindible, para que se trate propiamente de una ciencia práctica, una constitutiva apertura de la ciencia jurídica – de carácter sintético - al nivel de mayor singularidad o concreción del derecho, es decir, al nivel de lo máximamente determinado[137], que es en el que radican, propiamente y en última instancia, la praxis humana y en particular la jurídica. En efecto, este momento sintético, es decir, que va desde los principios a las consecuencias, es el que hace de las ciencias prácticas un modo de conocimiento constitutivamente ordenado a la dirección y valoración de la praxis y, por lo tanto, lo constituye en intrínsecamente práctico. Este último nivel, máximamente determinado, es el objeto propio de un virtud intelectual que Aristóteles denominó phrónesis[138] y Tomás de Aquino prudentia[139], razón por la cual – aún cuando en el caso el conocimiento no sea estrictamente prudente – se lo puede denominar, por metonimia, de nivel fronético o prudencial[140]. Y de este modo es posible concluir que la ciencia jurídica práctica se constituye como tal a partir de una remisión analítica a los primeros principios prácticos o principios de derecho natural, así como de una apertura sintética al nivel fronético[141] o de máxima practicidad del conocer.

12. Balance conclusivo
Llegado el momento de precisar las conclusiones centrales de los desarrollos realizados hasta ahora, es posible resumirlas en tres puntos principales; ellos son los siguientes:
a) la aporía central de la noción de ciencia jurídica, es decir, la que radica en la dificultad de aplicar un concepto de ciencia estructurado a partir de las llamadas ciencias naturales o ciencia positivas o ciencias exactas al conocimiento de una realidad máximamente contingente y singular, considerada en cuanto regulable normativamente y valorable axiológicamente, ha sido objeto de diferentes intentos de solución; uno de ellos, el ensayo analítico, ha tratado de preservar el carácter descriptivo de la noción moderno-positivista de ciencia, reduciendo su objeto al lenguaje normativo y su método al análisis lógico de ese lenguaje; de este modo, la “ciencia” así alcanzada reviste carácter lógico-formal y logra altos niveles de rigor metodológico, pero al costo de resultar completamente alejada de la praxis jurídica concreta y, por lo tanto, de escasa o ninguna utilidad para el trabajo intelectual de los juristas prácticos; por ello, este intento de superación de la aporía resulta frustrado, a raíz de su reduccionismo univocista del concepto de ciencia y de su negación sistemática del carácter práctico de cualquier conocimiento jurídico que se haga acreedor razonablemente a ese adjetivo;
b) frente a la concepción analítica, y en abierta polémica con ella, aparecen las diversas propuestas elaboradas por las versiones jurídicas de la filosofía hermenéutica; estas propuestas rescatan el carácter práctico del conocimiento del derecho, así como el necesario componente valorativo del pensamiento jurídico, pero al centrarse casi exclusivamente en el plano del lenguaje jurídico, en el momento interpretativo del conocimiento práctico y en nivel más particular y concreto de la realidad jurídica, terminan dejando de lado la dimensión general o universal del conocimiento jurídico, privándolo de ese modo de su carácter científico; por otra parte, esta pérdida de toda referencia a principios conduce inexorablemente a un situacionismo y, en definitiva, a un relativismo, que hacen imposible alcanzar cualquier objetividad y, por lo tanto, cualquier verdad en el ámbito del pensar jurídico; de este modo, la ciencia jurídica resulta impensable en cuanto ciencia distinta de la mera opinión y, de este modo, la propuesta hermenéutica no logra superar la aporía de la cientificidad de la jurisprudencia;
c) por su parte, la tradición central de occidente, que parte del carácter racional del obrar humano, en especial del que se ordena a las diversas dimensiones de la perfección del hombre, pone el acento en la necesidad de alcanzar una dimensión principial – y por ende universal – en el conocimiento propiamente jurídico, de modo tal que es posible hablar a su respecto, aunque de modo analógico, de una ciencia estricta; a su vez, esa ciencia, no sólo versa sobre una realidad práctica, sino que la aborda prácticamente, es decir, en cuanto busca dirigirla y valorarla en su adecuación – o inadecuación – a las dimensiones fundamentales de la perfección humana; y este conocimiento de la praxis humana no sólo se refiere constitutivamente a ciertos principios normativos que presiden la dirección y valoración de la conducta, sino que, casualmente en razón de su practicidad, se abre a las dimensiones más concretas de la vida jurídica, con la finalidad de regularla y valorarla; se está en presencia, entonces, de un conocimiento a la vez científico y práctico, que hace posible una normación y estimación axiológica de la praxis jurídica concreta que reviste carácter objetivo y universal; desde esta perspectiva aparece entonces la posibilidad de superar la aporía de la cientificidad del conocimiento jurídico, a través de la afirmación del carácter analógico del concepto de ciencia, así como del carácter racional de la dirección y valoración de la praxis concreta del derecho;
d) en esta última respuesta adquiere especial relevancia la referencia constitutiva a principios primeros de orden jurídico-práctico, que son los que posibilitan superar la mera contingencia de la conducta concreta y regularla según criterios racionales y objetivos; estos principios primeros del orden jurídico son los llamados primero preceptos del derecho natural[142], por lo que resulta claro que la doctrina que los afirma y defiende, es decir, la doctrina iusnaturalista, es la que ofrece la solución a la vez realista, completa y razonable a la más que centenaria aporía acerca de la posibilidad lógica, es decir, no contradictoria, de un conocimiento a la vez estrictamente científico y constitutivamente jurídico.

Carlos I. Massini Correas
Universidad de Mendoza
carlos.massini@um.edu.ar

RESUMEN
En el trabajo se aborda la vexata quaestio de la cientificidad de la ciencia jurídica, a la que se le impugna la pretensión de ser científica y, a la vez, práctica. Se estudian las impugnaciones realizadas en ese sentido por Claude Lévi-Strauss y Hans Albert, así como los intentos de algunos filósofos del derecho analíticos de superarla a través del análisis lógico del lenguaje jurídico. Se analizan después los cuestionamientos efectuados por algunos representantes de la filosofía hermenéutica, que critican los ensayos analíticos y proponen una concepción interpretativa de la ciencia jurídica. Luego de esta exposición, el A. evalúa las aportaciones analíticas y hermenéuticas, poniendo de relieve sus fortalezas y sus falencias a la hora de establecer el estatuto científico de la ciencia jurídica, para pasar finalmente a proponer una concepción de la ciencia del derecho heredera de la tradición de la filosofía práctica de cuño aristotélico. En este punto, el A. desarrolla – con base en el pensamiento de Tomás de Aquino - una concepción analógica del conocimiento científico y explica de qué modo es posible aplicarla a un saber acerca del derecho que resulte, a la vez, científico y práctico. Finalmente, desenvuelve la necesidad epistémica de una apertura del conocimiento de la ciencia jurídica a los primeros principios prácticos, que la vincula constitutivamente a la doctrina de la ley natural, así como al nivel máximamente determinado de la prudencia jurídica.

ABSTRACT

This paper deals with the vexata quaestio of the scientific character of legal science, to which the intention of being scientific and, at the same time, practical is contested. It tackles the contestings made, in this sense, by Claude Lévi-Strauss and Hans Albert, as well as the attempts made by some philosophers of law to improve it through the logical analysis of legal language. Later in the paper, the contributions made by some of the representatives of hermeneutic philosophy are analysed. They criticize analytic essays and suggest an interpretative understanding of legal science. The author, then, evaluates the analytic and hermeneutic contributions and highlights their strengths and weaknesses when it comes to establishing the scientific statute of legal science. He proposes an understanding of the science of law heir to the tradition of practical philosophy of Aristotelian stamp. In this regard, the author develops an analogical conception – based on Thomas Aquinas’ thought – of scientific knowledge and explains in which way it is possible to apply it to a knowledge of law that proves to be, both, scientific and practical. Finally, he unwraps the epistemic need to refer legal science to, both, the first practical principles, studied by the doctrine of natural law, and to the most determined level of legal prudence.

Palabras clave: derecho, jurídico, ciencia, ley natural, ciencia práctica, analogía, analítica, hermenéutica, realismo, principios, análisis, síntesis.

[1] El autor agradece al Dr. Santiago Gelonch y a la Lic. Silvia Pott las correcciones y sugerencias efectuadas al texto original de este trabajo.
[2] Von Kirchmann, J., La jurisprudencia no es ciencia, trad. A. Truyol y Serra, Madrid, IEP, 1961.
[3] Lévi-Strauss, C., “Criterios científicos en las disciplinas sociales y humanas”, en AA.VV., Aproximación al estructuralismo, Buenos Aires, Galerna, 1967, pp. 55-89.
[4] Sobre el estructuralismo de Lévi-Strauss, vide: Ibáñez Langlois, J.M., Sobre el estructuralismo, Santiago de Chile, Ediciones Universidad Católica de Chile, 1983.
[5] Albert, H., Razón crítica y práctica social, trad. R. Sevilla, Barcelona, Paidós, 2002, p. 116.
[6] Ídem, p. 123.
[7] Ídem, p. 133.
[8] Vide: Leith, P. & Morison, J., “Can Jurisprudence Without Empiricism Ever be a Science?, en AA.VV., Jurisprudence or Legal Science? A Debate about the Nature of Legal Theory, ed. S. Coyle & G. Pavlakos, Oxford & Pórtland, Hart Publishing, 2005, pp. 166-167.
[9] Acerca de los orígenes del saber jurídico doctrinal en occidente, vide, entre muchos otros estudios: Cervantes, J. de, La tradición jurídica de occidente, México, UNAM, 1978; Villey, M., Le Droit Romain, Paris, PUF, 1972; Magallón Ibarra, J.M., El renacimiento medieval de la jurisprudencia romana, México, UNAM, 2002; Berman, H., La formación de la tradición jurídica de Occidente, México, FCE, 1996 y Carpintero Benítez, F., Historia del derecho natural. Un ensayo, México, UNAM, 1999.
[10] Cfr. Zuleta Puceiro, E., Paradigma dogmático y ciencia del derecho, Madrid, EDERSA, 1981, pp. 13 ss. y Dufour, A., “Le paradigme scientifique dans la pensée juridique moderne”, en AA.VV., Théorie du Droit et Science, ed. P. Amselek, Paris, PUF, 1994, pp. 147-167.
[11] Hernández Gil, A., Problemas epistemológicos de la Ciencia Jurídica, Madrid, Civitas, 1976, p. 90. Vide: Husson, L., “Analyse critique de la méthode de l’exégèse”, en Nouvelles études sur la pensée juridique, Paris, Dalloz, 1974, pp. 173-196.
[12] Hart, H.L.A., El concepto de derecho, trad. G. Carrió, Buenos Aires, Abeledo-Perrot, 1977. Sobre la filosofía jurídica de este autor, vide: Orrego Sánchez, C., H.L.A. Hart. Abogado del positivismo jurídico, Pamplona, EUNSA, 1997.
[13] Alchourrón, C. y Bulygin, E., Introducción a la metodología de las ciencias jurídicas y sociales, Buenos Aires, Astrea, 1977, p. 24.
[14] Ídem, pp. 113-114.
[15] Sobre el pensamiento de Bobbio, vide, entre muchos otros: Ruiz Miguel, A., Filosofía y Derecho en Norberto Bobbio, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1983.
[16] Vide: Pintore, A., “Sulla filosofia giuridica italiana di indirizzo analitico”, en AA.VV., Ermeneutica e filosofia analitica. Due concezione del diritto a confronto, ed. M. Jori, Torino, Giappichelli Editore, 1994, pp. 243-264. Asimismo, vide: Scarpelli, U., ¿Qué es el positivismo jurídico?, trad. J. Hennequin, México, Editorial Cajica, 2001.
[17] Bobbio, N., Contribución a la Teoría del Derecho, trad. A. Ruiz Miguel, Valencia, Fernando Torres Editor, 1980.
[18] Ídem, pp. 173-200.
[19] Ídem, p. 175.
[20] Ídem, p. 177.
[21] Ídem, pp. 178-179.
[22] Ídem, pp. 179.180.
[23] Vide: Silva Abbot, M., “Algunas consideraciones acerca de la evolución de la ciencia jurídica en Bobbio”, en AA.VV., Norberto Bobbio: su pensamiento político y jurídico, ed. A. Squella, Valparaíso-Chile, EDEVAL, 2005, pp. 39-109.
[24] Ídem, pp. 182-183.
[25] Ídem, p. 185.
[26] Ídem, p. 187.
[27] Ídem, p. 189.
[28] Ídem, pp. 190 ss.
[29] Ídem, p. 193.
[30] Ídem, pp. 196-197.
[31] Ídem, p. 200.
[32] Vide: Fagothey, A., Ética, trad. R. Otenwaelder, México, MacGraw-Hill, 1992; asimismo, vide, Lewis, C.S., “On Ethics”, en Christian Reflections, London, HarperCollins, 1991, pp. 65-79 y The Abolition of Man, London, HarperCollins, 1978.
[33] Nino, C., Algunos modelos metodológicos de ‘ciencia’ jurídica, México, Fontamara, 1993, p. 73.
[34] Ídem, p. 74.
[35] Vide: Calsamiglia, A., “Ciencia Jurídica”, en AA.VV., El derecho y la justicia, ed. E. Garzón Valdés y F.J. Laporta, Madrid, Trotta, 1996, pp. 21-22.
[36] Larenz, K., Metodología de la Ciencia del Derecho, trad. M. Rodríguez Molinero, Barcelona, Ariel, 1980, p. 218. Sobre el pensamiento de Larenz, vide: Neuner, J., voz “Karl Larenz”, en Diccionário de Filosofia do Direito, ed. V.P. Barreto, Sao Leopoldo-Rio de Janeiro, UNISINOS-Renovar, 2006, pp. 509-512.
[37] Larenz, K., o.c., pp. 232-233.
[38] Sobre el no-cognitivismo y el emotivismo éticos, vide, entre muchos otros trabajos valiosos: AA.VV., Ethics in the History of Western Philosophy, ed. J. Cavalier, London, MacMillan, 1989, pp. 385 ss.; MacIntyre, A., Après la vertu, trad. L. Bury, Paris, PUF, 1997, pp. 25 ss.; Hare, R.M., Ordenando la ética. Una clasificación de las teorías éticas, trad. J. Vergés, Barcelona, Ariel, 1999, pp. 115 ss.; y Graham., G., Eight Theories of Ethics, London-New York, Routledge, 2004, pp. 1-16.
[39] Vide: Rescher, N., Razón y valores en la Era científico-tecnológica, trad. W.J. González et alii, Barcelona, Paidós, 1999, pp. 73 ss.
[40] Corresponde aclarar que no todas las direcciones de la filosofía analítica adoptan este punto de partida escéptico y logicista; a ese respecto, vide: Anscombe, G.E.M., La filosofía analítica y la espiritualidad del hombre, trad. J.M. Torralba et alii, Pamplona, EUNSA, 2005 y Puivet, R., Après Wittgenstein saint Thomas, Paris, PUF, 1997.
[41] Vide: Nino, C., o.c., p. 91.
[42] Gadamer, H.G., Verdad y método – I – Fundamentos de una hermenéutica filosófica, trad. A. Agud Aparicio y R. de Agapito, Salamanca, Sígueme, 1996. Sobre el pensamientote Gadamer, vide: Grondin, J., L’universalité de l’herméneutique, Paris, PUF, 1993.
[43] Larenz, K., o.c., p. 238.
[44] Ídem, pp. 192-193.
[45] Ibídem.
[46] Ídem, pp. 226 ss.
[47] Ídem, pp. 217 ss.
[48] Kauffmann, A., “En torno al conocimiento científico del derecho”, en Persona y Derecho, Nº 31, Pamplona, 1994, pp. 9-28.
[49] Ídem, pp. 10-12.
[50] Ídem, p. 13. En un sentido similar, vide: Roesler, C.R., Theodor Viehweg e a Ciencia do Direito: Tópica, Discurso, Racionalidade, Florianópolis, Momento Atual, 2004, pp. 40 ss.
[51] Ídem, pp. 14-15.
[52] En este sentido, vide: Kauffmann, A., “Filosofia del Diritto. Teoria del Diritto. Dogmatica Giuridica”, en Filosofia del diritto ed ermeneutica, ed. G. Marino, Milano, Giuffrè Editore, 2003, pp. 225-252. Allí escribe: “Pero después del enorme abuso que se ha hecho, desde el positivismo extremo de nuestro siglo, nuestra tarea es, de aquí en adelante, la de dirigirse a la búsqueda de algo ‘no disponible’ en el derecho, que ponga límites al arbitrio del legislador…”; p. 233.
[53] La bibliografía de y acerca de estos autores es de una amplitud notable; aquí se limitará su enumeración a la que está más a mano en la biblioteca privada del Autor: Zaccaria, G., L’arte dell’interpretazione. Saggi sull’ermeneutica giuridica contemporanea, Padova, CEDAM, 1990; Betti, E., Diritto, Metodo, Ermeneutica, Milano, Giuffrè Editore, 1991; Zaccaria, G., Ermeneutica e giurisprudenza, Saggio sulla metodología di Josef Esser, Milano, Giuffrè Editore, 1984; Argiroffi, A., Valori, prassi, ermeneutica. Emilio Betti a confronto con Nicolai Hartmann e Hans Georg Gadamer, Torino, Giappichelli Editore, 1994; Zaccaria, G., Ermeneutica e giurisprudenza. I fondamenti filosofici nella teoria di Hans Georg Gadamer, Milano, Giuffrè Editore, 1984; Ars Interpretandi – I – Ermeneutica e applicazione, Padova, CEDAM, 1996.
[54] Vide, asimismo: Viola, F., “Herméneutique et droit”, en Archives de Philosophie du Droit, Nº 37, Paris, Sirey, 1992, pp. 331-347.
[55] Viola, F., y Zaccaria, G., Diritto e interpretazione. Lineamenti di teoria ermeneutica del diritto, Roma-Bari, Laterza & Figli, 2001.
[56] Ídem, pp. 422-423.
[57] Ídem, pp. 423-424.
[58] Ídem, pp. 425-426.
[59] Vide, en este punto: Betti, E., L’ermeneutica comme metodica generale delle scienze dello spirito, Roma, Città Nuova Editrice, 1987, passim.
[60] Ídem, p. 426.
[61] Ídem, pp. 427-428.
[62] Ídem, p. 429.
[63] Ídem, p. 430.
[64] Ídem, p. 431.
[65] Ídem, P. 432.
[66] Ídem, p. 433.
[67] Vide: Volpi, F., “Ermeneutica e filosofia pratica”, en Ars Interpretandi – 7- Ragionevolezza e interpretazione, Padova, CEDAM, 2002, pp. 3-15.
[68] Vide: Berti, E., “¿Cómo argumentan los hermeneutas?”, en Vattimo, G. et alii, Hermenéutica y racionalidad, Barcelona, Norma, 1994, pp. 33 ss.
[69] Vide: Finnis, J., Ley natural y derechos naturales, trad. C. Orrego, Buenos Aires, Abeledo-Perrot, 2000, pp. 37-55.
[70] Sobre la saga de esta corriente, vide: Ferraris, M., Historia de la hermenéutica, trad. A. Perea Cortés, Buenos Aires-México, Siglo XXI, 2002.
[71] Vide: Viola, F., “La critica dell’ermeneutica alla filosofia analitica italiana del diritto”, en AA.VV., Ermeneutica e filosofia analitica. Due concezione del diritto a confronto, ed. M. Jori, Torino, Giappichelli, 1994, pp. 63-104.
[72] Vide: Bertuccelli Pappi, M., ¿Qué es la pragmática?, trad. N. Cortés López, Barcelona, Paidós, 1996, pp. 71 ss.
[73] Vide: Mura, G., “Saggio introductivo: la ‘teoria ermeneutica’ di Emilio Betti”, en Betti, E., L’ermeneutica comme metodica generale delle scienze dello spirito, cit., pp. 5-9.
[74] Ídem, p. 5. En un sentido similar, vide: Mura, G., Ermeneutica e verità. Storia e problema della filosofia dell’interpretazione, Roma, Città Nuova Editrice, 1997, pp. 408 ss.
[75] Vide: Spaemann, R., “¿Fin de la modernidad?”, en Ensayos filosóficos, trad. L. Rodríguez Duplá, Madrid, Ediciones Cristiandad, 2004, pp. 253 ss.
[76] Ferraris, M., La hermenéutica, trad. J.L. Bernal, México, Taurus, 2003, p. 36.
[77] Vide: Artigas, M., Filosofía de la ciencia experimental, Pamplona, EUNSA, 1989, pp. 209 ss.
[78] Vide: Spaemann, R., o.c., p. 254.
[79] Ídem, p. 254.
[80] En este punto, vide: Volpi, F., El nihilismo, trad. C.I. del Rosso y A.G. Vigo, Buenos Aires, Biblio., 2005, pp. 67 ss.; Reale, G., La sabiduría antigua, trad. S. Falvino, Barcelona, Herder, 1996, pp. 74 ss. y Possenti, V., Nichilismo e Metafisica. Terza navigazione, Roma, Armando Editore, 2004, pp. 240 ss.
[81] Betti, E., L’ermeneutica comme metodica…, cit., p. 92.
[82] Sobre esta temática, vide: Canale, D., Forme del limite nell’interpretazione giudiziale, Padova, CEDAM, 2003.
[83] Vide: Bastons i Prat, M., La inteligencia práctica. La filosofía de la acción en Aristóteles, Barcelona, Prohom, 2003, p. 31. Vide, asimismo: Gadamer, H.G., “Razón y filosofía práctica”, en El giro hermenéutico, trad. A. Parada, Madrid, Cátedra, 1998, p. 217.
[84] Sobre la noción de conducta jurídica, vide: Massini Correas, C. I., Filosofía del derecho – I – El derecho, los derechos humanos y el derecho natural, Buenos Aires, LexisNexis, 2005, pp. 31-49, y la bibliografía allí citada, en especial la de Guido Soaje Ramos.
[85] Vide: García Huidobro, J., El anillo de Giges. La tradición central de la ética, Santiago de Chile, Ed. Andrés Bello, 2005, pp.
[86] Sobre el renacimiento de la filosofía práctica aristotélica, vide: Berti, E., Le vie della ragione, Bologna, Il Mulino, 1987, pp. 55 ss.
[87] Vide: Massini Correas, C. I., Filosofía del Derecho – II – La Justicia, Buenos Aires, LexisNexis, 2005, pp. 189-201. Vide, asimismo: Porter, J., “Tradition in the Recent Work of Alasdair MacIntyre”, en AA.VV., Alasdair MacIntyre, ed. Mark Murphy, Cambridge, Cambridge U.P., 2003, pp. 38-69.
[88] Volpi, F., “Rehabilitación de la filosofía práctica y neo aristotelismo”, en Anuario Filosófico, Nº XXXII/1, Pamplona, 1999, pp. 328.
[89] Massini Correas, C. I., “Ensayo de síntesis acerca de la distinción especulativo-práctico y su estructuración metodológica”, en Sapientia, Nº LI-200, Buenos Aires, 1996, pp. 429-451,
[90] Tomás de Aquino, Summa Theologiae (ST), I, q. 14, a. 16. Sobre este texto, vide: Naus, J. E., The Nature of the Practical Intellect according to Saint Thomas Aquinas, Roma, Università Gregoriana, 1959 y Ballesteros, J.C.P., La filosofía como teoría y la filosofía práctica, Santa Fe, Universidad Católica de Santa Fe, 1992.
[91] Tomás de Aquino, ST, I, q. 1, a. 1, ad 2.
[92] Ballesteros, J.C.P., o.c., p. 14.
[93] Bunge, M., La ciencia, su método y su filosofía, Buenos Aires, Sudamericana, 2001, pp. 21-22.
[94] Sobre la noción de “pensamiento” desde la perspectiva realista, vide: García González, J.A., Teoría del conocimiento humano, Pamplona, EUNSA, 1998, pp. 45 ss.
[95] Vide: Sellés Dauder, J.F., Conocer y amar. Estudio de los objetos y operaciones del entendimiento y de la voluntad según Tomás de Aquino, Pamplona, EUNSA, 2000, pp. 303 ss.
[96] Ballesteros, J.C.P., o.c., p.14.
[97] Tomás de Aquino, ST, I, q. 14, a. 16.
[98] Vide: Valverde, C., Génesis, estructura y crisis de la modernidad, Madrid, BAC, 1996, pp. 8-24.
[99] Vide: Hottois, G., El paradigma bioético. Una ética para la tecnociencia, M.C. Monge, Barcelona, Anthropos, 1999, pp. 20-89.
[100] Tomás de Aquino, ST, I, q. 14, a. 16.
[101] Vide: Massini Correas, C.I., “La interpretación jurídica como interpretación práctica”, en Ars Iuris, Nº 31, México, 2004, pp. 219 ss.
[102] Ídem, p. 229.
[103] Simon, Y., Practical Knowledge, New York, Fordham U.P., 1991, pp. 7-8.
[104] Bunge, M., o.c., p. 25.
[105] Tomás de Aquino, ST, II-II, q. 47, a. 8.
[106] Agazzi, E., “Analogicità del concetto di scienza. Il problema del rigore e dell’oggettività nelle scienze umane”, en Epistemología e scienze umane, ed. V. Possenti, Milano, Massimo, 1979, pp. 57-76.
[107] Ídem, p. 60.
[108] Ídem, p. 62.
[109] Ídem, p. 63.
[110] Ídem, p. 68.
[111] Ídem, pp. 69 ss.
[112] Vide: Massini Correas, C.I., Derecho y Ley según Georges Kalinowski, Mendoza-Argentina, EDIUM, 1987, pp. 27-39 y 89 ss.
[113] Vide: Viola, F., “Jacques Maritain ed i problemi epistemologici attuali della scienza giuridica”, en AA.VV., Epistemologia e Scienze Umane, cit., p.165.
[114] Vide: Gambra, J. M., La analogía en general. Síntesis tomista de Santiago Ramírez, Pamplona, EUNSA, 2002, p. 272 y passim (Este libro contiene una muy completa y actualizada síntesis de la teoría de la analogía en la escuela tomista).
[115] Algunos autores como Georges Kalinowski y Evandro Agazzi consideran que se está en presencia, en este caso, de una analogía de atribución, cuyo analogado principal serían la ciencias naturales: Agazzi, E., o.c., p. 67 y Kalinowski, G., Querelle de la science normative, Paris, LGDJ, 1969, pp. 151-152.
[116] Vide: Martínez Doral, J. M., La estructura del conocimiento jurídico, Pamplona, EUNSA, 1963, pp. 13-34.
[117] Finnis, J., Aquinas. Moral, Political, and Legal Theory, Oxford, Oxford U.P., 1998, pp. 20-55 y passim.
[118] Ídem, p. 38.
[119] Ídem, p. 41.
[120] Ídem, p. 43.
[121] Ídem, p. 47.
[122] Ídem, p. 50.
[123] Ídem, p. 51.
[124] Vide: Finnis, J., Fundamentals of Ethics, Oxford, Clarendon Press, 1983, pp. 1-25.
[125] Este aspecto de la doctrina está desarrollado más ampliamente en: Finnis, J., Ley natural y derechos naturales, trad. C. Orrego, Buenos Aires, Abeledo-Perrot, 2000, pp. 37-52.
[126] Vide: MacIntyre, A., Primeros principios, fines últimos y cuestiones filosóficas contemporáneas, Madrid, Ediciones Internacionales Universitarias, 2003, passim.
[127] Yarza, I., La racionalidad de la ética de Aristóteles. Un estudio sobre Ética a Nicómaco I, Pamplona, EUNSA, 2001, pp. 20-21. Vide, asimismo: Yarza, I., “La razionalità dell’Etica Nicomachea”, en Acta Philosophica, Nº 3-1, Roma, 1994, pp. 75-96.
[128] Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 94, a.2.
[129] La autora se refiere aquí a la disputa existente entre quienes afirman el carácter “pre-moral” de estos principios y quienes, por otra parte, defienden su carácter intrínsecamente “moral”; sobre este debate, vide, entre mucho otros: Gahl, R.A., Prectical Reason in the Foundation of Natural Law according to Grisez, Finnis, and Boyle, Roma, ARSC, 1994, pp. 161 ss.
[130] González, A.M., Claves de Ley Natural, Madrid, Rialp, 2006, pp. 71-72.
[131] Ídem, p. 72. En un sentido similar, vide: George, R. P., In Defense of Natural Law, Oxford, Oxford U.P., 2001, pp. 17-30 y 83-91.
[132] Vide: Palacios, L-E., El análisis y la síntesis, Madrid, Ediciones Encuentro, 2005, pp. 17-18.
[133] Vide, sobre esta temática: Etcheverry, J.B., El debate sobre el positivismo jurídico incluyente. Un estado de la cuestión, Granada, Comares, 2006.
[134] Vigo, A., “La noción de Principio desde el punto de vista filosófico. Algunas reflexiones críticas”, en Sapientia, Nº LIX-215, Buenos Aires, 2005, p. 215. Sobre la problemática de los principios en el realismo filosófico y, en especial, en lo que se refiere a su vinculación con el ser, vide: Gilson, E., Las constantes filosóficas del ser, trad. J.R. Courrèges, Pamplona, EUNSA, 2005, passim.
[135] Sobre el conocido “trilema de Münchhausen”, vide, además del ya citado artículo de A. Vigo: Boudon, R., “Le trilemme de Münchhausen et l’explication des normes et des valeurs”, en Le sens des valeurs, Paris, PUF, 1999, pp. 19-79. Vide, asimismo: Kalinowski, G., “La justification de la morale naturelle”, en AA.VV., La Morale. Saguesse et Salut, ed. C. Bruaire, París, Fayard, 1981, pp. 209-220.
[136] Acerca de esta temática, vide: Grisez, G., “El primer principio de la razón práctica. Un comentario al art. 2 de la q. 94 de la I-II de la Suma Teológica de Santo Tomás”, en Persona y Derecho, Nº 52, Pamplona, 2005, pp. 275-337; sobre algunos aspectos de este trabajo, vide: Poole, D., “Grisez y los primeros principios de la ley natural”, en Ídem, pp. 339-393. Sobre la opinión del autor sobre esa problemática, vide: Massini Correas, C.I., La falacia de la ‘falacia naturalista’, Mendoza-Argentina, EDIUM, 1995, pp. 83 ss.
[137] Vide: Lamas, F., “Justo concreto y politicidad del derecho”, en Ethos, Nº 2-3, Buenos Aires, 1975, pp. 205-222.
[138] Vide: Broadie, S., “Philosophical Introduction” to Nicomachean Ethics, Oxford, Oxford U.P., 2002, pp. 46 ss.
[139] Vide: Nelson, D.M., The Priority of Prudence. Virtue and Natural Law in Thomas Aquinas and the Implications for Modern Ethics, Pennsylvania, The Pennsylvania State University Press, 1992.
[140] Vide: Ricoeur, P., Le Juste, Paris, Esprit, 1995, p. 25.
[141] Vide: Martínez Doral, J.M., o.c., pp. 117 ss. También; Fernández Sabaté, E., Los grados del saber jurídico, Tucumán-Argentina, UNT, 1968, pp. 88 ss.
[142] En este punto, vide: Massini Correas, C.I., La ley natural y su interpretación contemporánea, Pamplona, EUNSA, 2006, pp. 239 ss.

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